Hambre

La mujer expuso su cuerpo desnudo ante el hombre misterioso sin sospechar que se trataba de un vampiro. Éste la miró con una mezcla de compasión, ternura y hambre.

El modesto apartamento de ella estaba cubierto en su totalidad por la tenue luz azul que se filtraba de sus cortinas. Provenía de un enorme anuncio neón del edificio vecino; cambiaba de color luego de varios minutos. 

Los ojos de ella, enmarcados en exceso de rimel, se clavaron en los de su nuevo amigo y abrió las piernas. Al mismo tiempo él colocaba sus fuertes manos en los muslos y los atrajo hacia su boca. Habían tenido la misma idea.

Se conocieron apenas unas horas atrás en un bar de esos que sólo existen de noche. Él, guapo, alto, fornido y misterioso. Sobre todo misterioso. Apenas dejaba escapar detalles de sí mismo y sabía cómo prometer a las mujeres que la fuente de misterio era inagotable. 

Ella por su parte, una chica moderna, independiente, inteligente y con el grado justo de ironía. Pero sólo era una máscara; a los ojos del vampiro no podía esconder su soledad y ansia de amor. O al menos de placer. 

Él podía garantizar lo segundo, más allá de lo que cualquier mujer puede imaginar. O si quiera tolerar. A un precio apenas justo.

El amor infinito viene con la gracia eterna, pensaba el vampiro, pero el placer está limitado a los sentidos. Él podía llevarlas al punto máximo que la carne tiene para ofrecer. Después de eso, su vida sería irrelevante. Y a cambio, él sólo pedía saciar su hambre. Ser alimentado. 

Atrapado



Al abrir los ojos todo era oscuridad. Al principio no lo entendió, pero al estirar la mano y golpear una superficie sólida a escasos treinta centímetros de su pecho, comprendió que estaba adentro de una caja. Pocos segundos después, al percatarse de las dimensiones de su encierro y de la fina tela con la que estaba forrado, la frialdad del terror recorrió todo su cuerpo: ¡era un ataúd!
¡Enterrado vivo!
Instintivamente intentó empujar la tapa con todas sus fuerzas, pero ésta no se movió un ápice. La idea de tener tres metros de tierra sobre él y no poder liberarse a voluntad hizo que le faltara aire y comenzó a respirar aceleradamente. No ayudaba mucho tampoco el hecho de no poder hacer nada al respecto de la oscuridad, pues sabía que sus ojos jamás iban a adaptarse a la ausencia absoluta de luz. 

Ana y la Ouija




Ana estaba muy emocionada pues ésta sería su primera vez en jugar a la ouija. Por supuesto, también tenía miedo.
Sus nuevas compañeras también parecían estar entusiasmadas; habían apagado las luces y puesto veladoras en la habitación, como si aquella antigua casa de más de cien años de antigüedad necesitara más ambientación para lucir tétrica.
Todas ellas estaban al tanto de la historia oscura de aquella residencia: el padre que se volvió loco y mató a sus nueve hijos y los extraños ruidos que se escuchan en los pasillos y habitaciones desde entonces. Que la casa estuviera embrujada no había duda; lo que sí es un misterio es quién en su sano juicio había decidido convertir aquella mansión en una escuela de danza para adolescentes.
Las jovencitas reunidas en torno a la ouija sabían que en esa habitación donde se hallaban había una presencia sobrenatural muy fuerte que buscaba comunicarse con ellas, por lo que colocaron sus dedos sobre el triángulo e hicieron la primera pregunta: ¿Fuiste asesinado o asesinada en esta casa?
Tímidamente Ana puso sus dedos en el triángulo y respondió que sí.

La gran desazón

La joven despertó apenas sintió la caricia de mi mirada. No había temor en sus ojos, sólo curiosidad. ¿Quién es ese atractivo hombre flotando afuera de mi ventana?, la escuché preguntarse. Sólo soy un hermoso sueño, mentí. Un obsequio que puedes llevarte contigo cuando despiertes. Su sonrisa fue tan hermosa como su virtud. Pude sentir el calor de su corazón en mi helada piel y el aroma de su deseo abrió mi apetito.
Levanté mi mano y con la sombra proyectada por la luz de la luna desnudé su pecho. La humedad fue instantánea; no fue necesario pedir permiso, ella misma suplicó que entrara. Las puertas del balcón se abrieron y penetré en la estancia. 
No había sabor alguno en sus labios, desde luego, pero sí en su anhelo. Bastan unas cuantas palabras para erradicar la tristeza inherente en todos los mortales; son tan adictos a la esperanza, como yo a su sangre. Un crucifijo de plata me distrajo y por unos instantes perdí las riendas de su voluntad, sin embargo la lujuria es más fuerte que la fe y  no hay mejor afrodisiaco que la promesa de amor eterno… ni mejor condimento que la felicidad. Siempre me gustó más que el miedo, aunque ambos tienen su hechizo. Es algo así como dulce o salado.

iDream

Despiertas en tu vasta cama redonda con una amplia sonrisa y el pecho rebosante de dulce nostalgia; tus ojos se pierden en la vacuidad al seguir contemplando las imágenes frescas del sueño que acababas de abandonar. Nunca deja de maravillarte la manera en que estas fantasías se esfuman lentamente pese a tus desesperados esfuerzos por retenerlas. Es difícil de creer cómo aquello que minutos atrás te resultaba tan espléndido e incluso sublime, poco a poco se vuelve trivial, carente de sentido y a menudo absurdo. Pero lo que más te impresiona es la idea de que alguna vez el ser humano no tenía más opción que aceptar esta realidad y dejar que aquellas placenteras vivencias nocturnas desaparecieran para siempre; no te es posible imaginar la vida antes de la existencia del iDream.

Renata

–¿Alguna vez has soñado con alguien y al despertar sientes que te has enamorado de esa persona? –me preguntó Renata anoche.
–Sí, me sucedió contigo –le respondí.
Una amplia sonrisa se dibujó en su bello y juvenil rostro. Una sonrisa que había extrañado durante años. Mi cumplido la complació y tal vez a manera de agradecimiento acarició con su tersa mano un costado de mi cara. “Siempre has sido muy lindo conmigo”, decía aquella caricia.
–A mí me sucedió con un completo extraño –dijo ella mientras con su dedo índice recorría la forma de mis labios.
–Ángel –dije con seriedad.
–Sí, Ángel.
Por supuesto aquello fue una cruel estocada a mi corazón, pero no tenía importancia; le pertenecía a ella y tenía libertad de hacer con él lo que le diera la gana. Como siempre.
Lo que dije era cierto, la amaba. La amo. La he amado toda mi vida. Y sí, todo comenzó con un sueño. Sucedió cuando cursábamos la preparatoria. Estábamos en el mismo salón; ambos teníamos dieciséis. Muchas de mis compañeras eran muy atractivas, pero Renata era sin duda la más exótica, la más desarrollada. Aparentaba tener más de veinte, por lo que intimidaba a la mayoría de los chicos de su edad. Se decía que tenía relaciones con un maestro, se decía que era puta.

El misterio del diamante

8 de mayo.- Cuando le dije a mi profesor de periodismo que tras meditarlo largo tiempo tomé la decisión de hacer mi tesis profesional sobre una droga, interrumpió la corrección de los últimos exámenes, se acomodó sus gafas y me miró con extrañeza.  
–¿Por qué sobre las drogas? –me dijo –¿No te parece que es un tema muy cliché? Esto no es una exposición para una clase de bachillerato, es tu tesis. Es tu primera carta de recomendación como profesionista. Me sorprendes.
Lo corregí. Mi investigación no será sobre las drogas en general, sino sobre una en particular. Una de la que muy poca gente sabe al respecto y en torno a la cual se cuentan historias fantásticas. Lo que sé hasta hoy, lo he aprendido por rumores que circulan en foros de la Deep Web.
–Ya te he dicho que no entres ahí, puede ser peligroso –me dijo –Pero bueno, dime qué droga es esa de la que hablas y que tan fascinado te tiene.
–Le llaman de muchas maneras, pero la más común es diamante; tiene muchas propiedades interesantes, imposibles de creer, pero la más fantástica de todas es que jamás se acaba. Quien adquiere un diamante, no tiene que volver a comprar otro.

La fiesta de Halloween

Para esa noche de Halloween él buscaba experiencias intensas, pero su amigo estaba más interesado en cazar mujeres. Es por eso que aquel par de alocadas chicas que conocieron en la fiesta parecieron caídas del cielo. O emergidas del infierno, si se prefiere, considerando sus disfraces de brujas sexy.
La fiesta era al otro lado de la ciudad, en uno de los barrios más antiguos y alejados donde rara vez ninguno de los dos había estado. Él iba disfrazado de Edgar Allan Poe, aunque pocos fueron los que se percataron de ello; su amigo en cambio, optó por ir de Superman.
Ninguno de los dos conocía a nadie en aquella gran casa de aspecto elitista; su amigo se enteró por medio de Facebook y decidieron aparecer sin más. ¿Quién se iba a dar cuenta? Ambos sospechaban que no eran los únicos que habían hecho esto.      
Desde su llegada, los dos amigos posaron instintivamente su mirada en el par de sensuales brujas que acompañaban a un tipo alto, atlético y muy risueño, quien iba vestido del Diablo. Era difícil no reparar en aquellas jóvenes de exuberante figura y generosas al enseñar. Una era rubia y la otra pelirroja, medianas de estatura; tendrían unos veintitantos años. El Señor de las Tinieblas tomaba a ambas por la cintura, paseándose pomposamente por la fiesta como si las presumiera o las ofreciera en venta.   

El Día de la Coneja

La tarde era excelente y el Parque Viveros estaba a reventar de gente; el sol brillaba majestuoso y corría una ligera brisa. Hacía el calor preciso; ese típico calor del norte de México; ese único en la frontera; ese calor seco que pertenece exclusivamente a la ciudad de Nuevo Laredo. Ni mucho ni poco, sino el grado justo; el que te hace sudar un poquito, sólo lo suficiente para humedecerte la piel y volverte sensible a la fresca caricia del viento. Ese calor perfecto que hace que la cerveza sepa más sabrosa.
En el asador, la carne entonaba su canto seductor, ese exquisito gorgoteo de sus jugos al bullir. A su voz se unía el murmullo de la muchedumbre y la risa de miles de niños que corrían por doquier reventándose en las cabezas cascarones de huevo rellenos de confeti. Y por supuesto, no podía faltar en aquella orquesta el saxofón de Fito Olivares y La Pura Sabrosura; una compilación con lo mejor de su repertorio manaba de las bocinas de un minicomponente Samsung recién compradito en la tienda Coppel.

EVA

Frente al hombre de la gabardina café desfilaban cinco mujeres de impactante belleza y perfecta fisionomía. Algunas muy exuberantes, otras delgadas, pero todas deseables. Morena, rubia, pelirroja, negra y asiática; todas vestían diminuta falda y ajustada blusa de algodón de color rojo, la cual dejaba al descubierto el ombligo, y al no contar con sostén, esculpía la forma de sus pezones.
Las elegí variadas para que tenga diferentes opciones. Naturalmente no sabemos aún cuáles son sus gustos. Recuerde que esto es sólo una muestra gratis –dijo el hombre de pulcro traje ejecutivo. El de la gabardina, a un lado suyo, estudió con detenimiento las cinco figuras que caminaban en círculos con las manos en la cintura.
Por su puesto, si usted decide adquirir alguno de nuestros productos, tendrá a su disposición un vasto catálogo para que elija la que se adecue más a sus... necesidades... –Risilla pícara. –O bien, podría acceder a nuestro programa diseñador virtual, donde usted podrá crear a la mujer de sus sueños, eligiendo sus atributos de acuerdo a sus gustos. Color de piel, cabello y ojos; estatura y complexión; tamaño y forma de sus ojos, boca y nariz. Y por supuesto, lo más importante, el tamaño de las tetas y las nalgas. –Otra risilla y un ligero codazo de complicidad. El de gabardina no emitió ninguna reacción, sólo observó con seriedad al ejecutivo de ventas.

Deseo de muerte

En estos momentos de infantil ansiedad en los que mi mayor ambición está a punto de hacerse realidad, evoco con júbilo la primera vez que intenté suicidarme.
No odiaba mi vida. En lo absoluto. Acaso me era indiferente. No lo hice porque estuviera deprimido o deseara escapar. Lo hice porque quise. Porque pensé que estaba listo. Siempre dije que no quería llegar a viejo, sino morir en mi mejor momento. Y aquel era mi mejor momento… o eso pensaba entonces.
Hoy siento pena ajena por aquel tipo que fui. Me da risa. No puedo evitar sonreír con agradable nostalgia al evocar todos los preparativos que hice para mi gran cita con la Muerte. Para empezar, era mi cumpleaños. Traté, de manera aproximada, que mi muerte correspondiera con la hora de mi nacimiento. Mi madre siempre me dijo que había nacido a las 11:30, pero yo siempre preferí decir que había nacido justo a las 12:00, a la medianoche. Bajo la luna llena. Soy una criatura nocturna.
Lograr mi propósito de morir justo a esa hora no fue fácil de lograr por la forma en que decidí hacerlo: una sobredosis de Valium. No tengo empacho en reconocer que pese a lo mucho que siempre me atrajo la naturaleza del dolor y el sufrimiento; el caos y la miseria; la violencia y la sangre; la oscuridad y lo oculto, siempre me disgustó el dolor. Le temía, sería más justo decir. No me apena aceptar hoy que en aquel entonces no tenía el valor para ahorcarme y mucho menos darme un tiro. Además me preocupaba, y mucho, lo que sería mi imagen post mortem. Me horrorizaba la idea de terminar como aquellos mazacotes de carne morada pendiendo de una viga, con obesa lengua abultada asomando entre dos inflamados labios de aspecto anfibio.

Más allá de la Deep Web

Sus manos temblaban al encender la computadora. Aún no acababa de creer que finalmente había conseguido aquello a lo que había dedicado tantos años de búsqueda.
Ni siquiera había desempacado sus maletas; hacía apenas una hora desde su arribo al aeropuerto y estaba agotado luego de un largo vuelo desde Asia, sin embargo, poco le importaba que su cuerpo le demandara descanso y alimento, lo único que tenía en mente era estrenar su más reciente adquisición.
En su gran pantalla de 120 pulgadas apareció una pirámide con un ojo en su centro. Su fondo de escritorio. En torno a esta imagen había cientos de íconos de programas poco conocidos para el común de la gente y cuyas funciones estarían incluso fuera de su comprensión. Había además decenas de enlaces directos a carpetas donde guardaba artículos, imágenes y videos que robarían en sueño a los más valientes, e incluso a los más perversos. Aquellas eran las herramientas y los frutos de una vida secreta, una vida dedicada a la búsqueda infatigable de lo desconocido cuyo campo de exploración era la profundidad de internet.

Despertar

La palabra “irritante” queda descartada por insuficiente. Odioso. Funesto. Nefasto. Nada alcanza para adjetivar al estridente sonido del reloj despertador. A veces consigo despertar a las 5:59 de la mañana, justo antes de que suene. Pero no hoy. Hoy me ha arrancado violentamente del cálido seno del sueño. La añoranza que siento por el maternal abrazo es sólo comparable al inmenso odio que profeso al insidioso pitido.
¿Pero qué estaba haciendo? ¡Ah, sí! Estaba a punto de terminar mi ópera prima, ni más ni menos; la mejor idea de mi vida. Ya se esfumó, por cierto. De seguro en esta ocasión pude habérmela robado del fantástico país de Oniria y sin duda, de haberlo conseguido, habría corrido a mi viejo estudio para empezar a materializarla. Pero no. Se perdió para siempre y todo gracias a la puta alarma.

Gajes del oficio

A su espalda, el cadáver emitió un extraño sonido; una especie de exhalación sostenida que erizó cada uno de los vellos corporales de Noé. Sus manos en torno a la escoba comenzaron a temblar ligeramente y fue necesario reunir mucho valor antes de animarse a voltear.
Nada. Aparentemente todo en orden. Silencio y nada más en aquel frio sótano repleto de barriles, frascos y raros aparatos. Sobre la plancha de metal, sin ningún cambio de como lo vio la última vez, yacía el cuerpo desnudo de un hombre. Le calculaba unos cincuenta y tantos por las arrugas y su cabello cenizo; mostraba algo de sobrepeso y por la naturaleza de los tatuajes en sus brazos dedujo que quizá había pasado alguna temporada o dos en algún exclusivo resort de máxima seguridad. Noé no sabía qué le causaba más grima, si los negros hematomas en torno al cuello, la cara hinchada, la lengua morada y abultada, o bien la horrible incisión en forma de “Y” en el tronco. Era la primera vez en sus veintiséis años de vida que veía un cadáver en esas condiciones. Había visto, desde luego, algunas personas dentro de ataúdes, pero nada como aquello.

Motín en el infierno

La grotesca mano de mi verdugo gira la manivela y mi cuerpo colgante desciende un poco más; ahora el hirviente aceite envuelve mis pies y no puedo contener los gritos de dolor. El hijo de puta ríe a carcajadas; su monstruosa cara, a escasos centímetros de la mía, me salpica con su corrosiva saliva y llena mis pulmones con el infernal tufo de sus fauces, que por sí mismo es castigo suficiente.
Como siempre, es en este momento que toda mi vida, todos mis errores, todos mis pecados, desfilan ante a mis ojos, recordándome quién soy y lo que hago aquí. Mi verdugo se encarga de recitarme los momentos más infames de mi banal existencia.

En mi casa espantan

En mi casa espantan. Así empiezan la mayoría de las historias de hechos sobrenaturales, las cuales nunca creí hasta que me tocó vivir una.
Soy ateo desde el día que abandoné el nido paterno. De hecho, lo fui desde mucho antes, pero no podía declararlo abiertamente, pues mis padres, fervientes católicos, no lo hubieran tolerado. La verdad es que nunca me sentí del todo cómodo con mi ideología sabiendo que mis progenitores la desaprobaban, y no fue sino hasta la muerte de éstos (la de mi padre hace cinco años y la de mi madre hace poco menos de un mes) que finalmente me sentí liberado de esa carga.
Aunque ser ateo y escéptico no necesariamente van de la mano, para mí la gran mayoría de las anécdotas de espantos y aparecidos siempre me parecieron poco menos que folclor y siempre he disfrutado hacer sudar con mis razonamientos a quienes cuentan historias de fantasmas, pero hoy debo admitir que, muy a mi pesar, algunas historias son ciertas. La mía lo es.

La casa de la bruja

Alicia se mordía las uñas mientras observaba la enorme y tétrica casa frente a ella; algo en su interior le decía que estaba cometiendo un terrible error, que debía regresar cuanto antes, pero su curiosidad era infinitamente más poderosa que su prudencia. O tal vez se trataba de algo más. 
Era una niña muy lista para sus doce años y sabía que lejos de que la historia que se contaba sobre aquel lugar fuera cierta, existían muchos otros peligros que corría al estar sola en aquella zona del bosque, tan lejos del suburbio donde habitaba.
Alta, soberbia, intimidante; la casona estilo victoriano se erigía de entre un grupo de árboles muertos, cuyas artríticas ramas se elevaban y apuntaban hacia la construcción, como un grupo de fanáticos religiosos rindiendo pleitesía a su señora, o tal vez pidiéndole clemencia. Tendría dos plantas, además del ático y el sótano, pero era difícil de decir por la extraña disposición de las ventanas. A los lados del imponente tejado a dos aguas, en cuyo centro se abría el terrible ojo de la buhardilla, se alzaban dos techos cónicos que parecían ser los cuernos de aquel monstruo de madera. No obstante su altivez, la casa no era ajena a la crueldad del tiempo, que se hacía manifiesta en lo grisáceo de las escamas contraídas que tenía por tablones y lo corroído de sus pilares y dinteles; infinidad de enredaderas marchitas cubrían la fachada, como venas saltadas en una faz enferma.

El niño y el hada


Escondida detrás de una manzana, Sidhe observaba cómo el hombre gordo golpeaba a su hijo con un grueso cinturón de piel, mientras el niño hacía vanos intentos por protegerse. Cada azote arrancaba al hada una lágrima de tristeza.
Fue precisamente el sonido de los golpes lo que había llamado su atención e incitó a entrar en la casa. Ella era de las pocas hadas que se aventuraban a merodear cerca de las viviendas de los humanos durante la noche. Una de esas hadas responsables de que los humanos supieran de su existencia.
Aquella era una de las cabañas ubicadas en las afueras del poblado que Sidhe ansiaba conocer, aunque sabía que jamás podría hacerlo. Estaba consciente de que estar ahí significaba un peligro mortal para sí misma y quizá para sus hermanas; el hallazgo de una de ellas podría incitar al hombre a explorar los alrededores en busca de más y quizá podrían dar con su pequeña comunidad. Pero Sidhe decidió tomar el riesgo movida por la curiosidad que le produjo aquel sonido de golpes y lamentos infantiles. Su conducta liberal la metía en problemas con frecuencia y varias veces le costaban regaños de sus compañeras. Pero Sidhe tenía algo en común con los humanos y era que aquellos mismos regaños la incitaban aún más a revelarse.

Resaca

Despierto. La luz es enceguecedora y el dolor de cabeza, terrible. El estridente canto de un pájaro taladra mis oídos. Mi cuerpo está adolorido, algo arde en mi pecho, tengo el estómago revuelto.
¡Otra vez! Juré que esto no iba a pasar otra vez. Los dientes del remordimiento se hunden con sadismo en mi cerebro. ¿Por qué soy tan débil? En algún lugar de mi subconsciente escucho una risa mordaz que se burla de mí; seguramente es la parte responsable de mi ego diciéndome te lo dije.
Estoy desnudo en un lugar desconocido. A un lado mío, un cuerpo me da la espalda. ¿Hombre, mujer? Imposible saberlo, esa maraña de pelo rubio no me da mucha información.
¿Qué carajos hice anoche? ¿Cómo llegué aquí? ¿Quién es ésta o éste?

Los demonios


A duras penas logró entrar en su habitación y cerrar la puerta tras de sí, dejando atrás a los demonios. Con mucha dificultad, a causa de los violentos golpes proferidos contra la madera, logró colocar las numerosas cerraduras.
Con manos torpes encendió la luz, un bombillo que pendía de un cable, pero éste sólo emitió un débil e intermitente resplandor ambarino que apenas manchaba las húmedas y deterioradas paredes del cuarto. Tal vez la escasa corriente eléctrica se debía a la estruendosa tormenta  de afuera, que parecía arreciar minuto a minuto.

Fin (microrelato)

      El hombre miraba la televisión cuando se fue la luz. La oscuridad fue absoluta. El sofá que ocupaba había desaparecido, ahora flotaba en la nada. Pronto olvidó su nombre y su pasado. Finalmente su conciencia se diluyó en el infinito, como si nunca hubiera existido.

Mi encuentro con la bestia


Ha transcurrido casi un mes desde mi encuentro con la bestia y aunque juré no hablar jamás de aquel terrible acontecimiento, mi sentimiento de culpa es tal que no puedo contenerme de al menos vaciar en papel aquel lamentable hecho.
Nadie me creería de todos modos, si acaso me atreviera a buscar un confesor de carne y hueso. Ninguno de mis hermanos siquiera me dejaría terminar mi historia antes de echarme del confesorio y probablemente llamar a la policía. Ni siquiera puedo llamarlos hermanos ahora; el camino de la sotana ha quedado sellado para siempre en mi vida. He abochornado a la madre Iglesia con la mancha del delito y eso no me será perdonado jamás, sin importar nada de lo pueda decir a mi favor. Sin importar que soy inocente.
Nadie creerá jamás la increíble verdad.

Carretera al infierno



La carretera está embrujada, le dijeron. Nunca la transites de noche. Son cientos, tal vez miles, los relatos que se cuentan de ella.
Él estaba al tanto de esas historias. Las creía. Y de no ser porque la necesidad laboral lo obligaba, jamás hubiera accedido a manejar por ahí durante la madrugada.

Sueño recurrente (microrelato)

El titánico rostro diabólico flota en el cielo nocturno. Su tamaño y distancia son imposibles de precisar; kilómetros, tal vez miles, tal vez millones de ellos.
Sus horribles y colosales ojos miran al mundo con despreció y sé que a continuación abrirá sus fauces cósmicas y engullirá todo lo que existe.
Pero no siento miedo. Se trata de una vieja pesadilla que me acosa desde niño y pronto despertaré.
Sin embargo algo es distinto en esta ocasión: mi esposa me toma por el brazo y entre bostezos me pregunta qué demonios hago de pie a estas horas de la madrugada y de frente a la ventana. Me pide que vuelva a la cama.

Arañazos

El reloj marca poco más de las tres y media de la mañana cuando la joven despierta. 
Intranquila mira a su alrededor sin saber exactamente por qué lo hace, y por alguna razón siente la necesidad de recoger los pies bajo la sábana. Incómoda, permanece en silencio durante largos minutos hasta que finalmente logra conciliar el sueño de nuevo.
Ella no lo sabe, pero aquello que la despertó fue el peso de una mirada; la mirada de alguien que está al pie de su cama: Satanás.  

Pistola inútil (microrelato)

Colocó el cañón del revólver en su sien y disparó. Sintió la bala atravesar su cerebro, fue muy doloroso, pero nada cambió. Nada acabó. Se dio cuenta con tristeza de que siempre estuvo en el infierno.

Ojos verdes


–¿Por qué yo?
–Tus ojos. Tienen ese brillo que me encanta.
–¿Brillo?
–Sí, el de tus ojos. Todos tienen un brillo en su mirada; unos más que otros. Los tuyos brillan más que los de nadie que conozca.  
»Hay una explicación, desde luego: los párpados son los que humedecen los globos oculares y por eso siempre lucen brillosos. Pero eso no explica porqué unos brillan más que otros. La verdadera razón tiene que ver con la inteligencia, la virtud, la  conciencia. Sí, claro, el brillo es señal de que tu cuerpo aún funciona, pero eso no quiere decir que estés vivo. Aunque no lo creas, hay gente más viva que otra. Muchos, incluso, están muertos y no lo saben. Lo notas en el brillo de los ojos. Tú eres la persona más viva que conozco. Inteligente, sabia, virtuosa, consciente. Por eso tus ojos son hermosos. Es la conciencia de la vida lo que la otorga, pienso yo. Hay quienes no les interesa vivir, no tienen idea del regalo que poseen, viven para los placeres de la carne y nada más,  por eso tienen la mirada vacía, muerta.

Recalentado


El recalentado es el desayuno de los campeones, pensó Paco mientras sacaba del refrigerador los restos de su cena de anoche. A un lado de la pestilente  y verdosa botella de leche, la cabeza de su esposa, envuelta en plástico y colocada sobre un plato de cerámica, parecía mirarlo con reproche. Él la ignoró.   
Se dirigió hacia el horno de microondas para hacer valer el apelativo de su alimento; una vez cumplido el proceso, tomó asiento en la mesa para engullirlo. No tenía mucha hambre en realidad, sólo ganas de comer.
Tenía resaca. Como todas las mañanas. Anoche había tomado hasta perder el conocimiento, como venía haciendo desde que descubrió que su mujer lo había traicionado. La casa era un desastre, ni en sus mejores días de soltería había estado en tan mal estado. Ropa sucia por doquier, cajas de pizza apilándose en las esquinas, bolsas de basura que nunca sacó, las entrañas de su esposa pudriéndose en el plato de Firulais, etcétera.

Selene

Había llovido y el bosque estaba húmedo. Cada vez se internaba más, removiendo con brusquedad las ramas que le estorbaban. Sus ojos recorrían frenéticos los alrededores y ocasionalmente miraban al cielo. Sucedía el alba y el enorme disco dorado que asomaba tímido por entre los picos de las montañas esparcía erráticamente su oro sobre las copas de los árboles.
Gradualmente su impaciencia se transformó en angustia y sus pasos se tornaron en trote. Pocos segundos después, aquello se convirtió en una desmesurada carrera. Llamó a gritos pero no obtuvo respuesta. Comenzó a sentir miedo. Gritó nuevamente, esta vez con voz entrecortada, y una risilla juguetona le respondió a su derecha. Su corazón se alivió.
Trepó emocionado por una de las enormes raíces que ondulaban sobre la tierra, provenientes de los gruesos árboles. A escasos diez metros de él, en un pequeño claro, danzaba Selene, su novia, y como si fuera la primera vez que la veía, exclamó impresionado ante la belleza de su cuerpo desnudo. Fue hacía ella, despojándose de su ropa en el camino, y la rodeó cariñosamente con los brazos.