Para esa noche de
Halloween él buscaba experiencias intensas, pero su amigo estaba más interesado
en cazar mujeres. Es por eso que aquel par de alocadas chicas que conocieron en
la fiesta parecieron caídas del cielo. O emergidas del infierno, si se
prefiere, considerando sus disfraces de brujas sexy.
La fiesta era al otro lado
de la ciudad, en uno de los barrios más antiguos y alejados donde rara vez
ninguno de los dos había estado. Él iba disfrazado de Edgar Allan Poe, aunque
pocos fueron los que se percataron de ello; su amigo en cambio, optó por ir de Superman.
Ninguno de los dos conocía
a nadie en aquella gran casa de aspecto elitista; su amigo se enteró por medio
de Facebook y decidieron aparecer sin más. ¿Quién se iba a dar cuenta? Ambos
sospechaban que no eran los únicos que habían hecho esto.
Desde su llegada, los dos
amigos posaron instintivamente su mirada en el par de sensuales brujas que
acompañaban a un tipo alto, atlético y muy risueño, quien iba vestido del Diablo.
Era difícil no reparar en aquellas jóvenes de exuberante figura y generosas al
enseñar. Una era rubia y la otra pelirroja, medianas de estatura; tendrían unos
veintitantos años. El Señor de las Tinieblas tomaba a ambas por la cintura,
paseándose pomposamente por la fiesta como si las presumiera o las ofreciera en
venta.
Él y su amigo disfrutaron
de la fiesta durante un par de horas; cada uno a su manera, pues Edgar Allan
Poe no era particularmente sociable, mientras Superman era todo lo contrario, y
mientras el primero buscaba acoplarse a grupos de relajada conversación, el segundo
estaba al asecho de probables conquistas.
Lo que Edgar deseaba era involucrarse
en una buena charla sobre asuntos sobrenaturales, algo más ad hoc a la ocasión.
Para él Halloween era una noche muy especial de profundo significado y no un
simple día de fiesta como lo era para su amigo. Lo que más le gustaba el 31 de
octubre era quedarse en casa a ver películas de horror o leer cuentos
perturbadores. Ocasionalmente, alguno que otro año, se dejaba arrastrar a una
fiesta. Sin embargo, aquella noche en particular sentía un intenso deseo de
experimentar algo más; tenía ganas de una buena dosis de miedo. Y es que el
miedo, desde su punto de vista, era el protagonista central de aquel festejo.
El miedo primigenio a lo desconocido. ¿No se trataba de eso, en esencia, la
noche del Samhain?
No era un fanático ni
mucho menos, jamás participaría en un ritual pagano o siquiera se atrevería a
jugar a la Ouija. Su gusto por el misterio se militaba estrictamente al
sentimiento moderado del miedo. Una película que le quitara el sueño, una
historia que le hiciera agudizar el oído bajo la sábana. A menudo se arrepentía
incluso de estas experiencias, pero no por eso dejaban de ser atractivas e
incluso adictivas.
Aquella noche quería hacer
algo distinto, visitar un cementerio tal vez, pero no hubo nadie que lo
secundara en esta idea y su amigo -su mejor amigo-, tenía planes muy distintos
que al final no tuvo más remedio que acatar. Después de todo, aquel año no le
apetecía quedarse en casa y la idea de parrandear y ligar tampoco le era
indiferente. Fiesta, alcohol, sexo; el plan era simple. Sin embargo, más tarde,
los amigos se darían cuenta de que ambos podrían obtener lo que buscaban.
Satanás se había marchado
y el par de sexys brujas habían quedado sin compañía. Para Superman aquello
significaba un pase de entrada libre y sin perder el tiempo abordó a las chicas
con su hábil retórica. Por su puesto, su físico esculpido resaltado gracias a
su traje ajustado, así como sus ojos azules, ayudaron un poco en esta labor de
convencimiento. Edgar por su parte, si bien no estaba en tan buena forma como
su amigo, no tenía problema en agradar a las mujeres, quienes a menudo lo
catalogaban como simpático, incluso guapo.
Las brujas eran hermanas, o
al menos eso dijeron. Físicamente no eran muy parecidas, pero sí lo eran en su
carácter extrovertido y jovial. Las dos bebían como campeonas y no paraban de hablar
sobre su vida de parranda y en particular sobre un sujeto al que llamaban Rey. Edgar
pensó que seguramente se referían al tipo vestido de Diablo, sin embargo no
quiso quedarse con la duda y preguntó quién era él.
–Rey es el rey –respondió
la bruja pelirroja entre carcajadas que contagiaron a su hermana. Los amigos
intercambiaron una mirada para señalar que el mismo pensamiento cruzó por su
mente: el tal Rey se cogía a las dos. Incluso era muy probable que hicieran
tríos, considerando la personalidad de las chicas. Alocadas, fáciles,
calientes; eso sólo significaba una cosa: sexo seguro. Una disimulada sonrisa
apareció en la boca de ambos muchachos.
En menos de una hora, las
parejas estaban definidas: Superman conversaba con la bruja rubia, sus bocas a
escasos centímetros de unirse, mientras Edgar acariciaba con su dedo meñique la
mano de la bruja pelirroja, mientras se esforzaba en disimular sus rápidos
vistazos al pronunciado escote de la joven. Todo parecía apuntar en una sola
dirección: un hotel. Sin embargo, alguien tuvo una repentina idea.
–¡Vamos al hospital! –sugirió
de pronto la bruja pelirroja.
–Sí, vamos ¿O tienen
miedo? –retó la bruja rubia.
Ante la expresión
interrogativa de los dos amigos, la pelirroja explicó que se trataba de un
viejo hospital abandonado no muy lejos de ahí y sólo los muy osados se atrevían
a ir de noche y menos aún en pleno Halloween. Esto llamó de inmediato la
atención de Edgar y pidió saber más detalles. Las dos hermanas conocían bien la
historia, pues habían vivido desde su nacimiento en aquella zona. La relataron
entre las dos, alternando pasajes o corrigiéndose una a la otra de cuando en
cuando.
Se trataba de la clásica
leyenda de barrio que aterrorizaba a generaciones de niños, adolescentes y uno
que otro adulto supersticioso. El hospital de la Purificación, a sólo unos 10
minutos conduciendo de donde estaban, era el escenario perfecto para una
historia de fantasmas. Abandonado desde la década de los 70, el centro médico fue
conducido alguna vez por monjas católicas y fue erigido en lo alto de una
colina donde antes hubo un bosque supuestamente embrujado, donde antiguamente se
realizaban cultos satánicos y sacrificios de sangre.
Por supuesto, nada de esto
consta en ningún registro oficial, sino que se trata de una leyenda urbana. Lo
que sí parece ser un hecho, aunque habría que confirmarlo en las hemerotecas,
es que el hospital sobresalió por su alto grado de negligencia, o al menos eso
sugería la gran cantidad de defunciones. Según la bruja rubia, su madre le
contó que el hospital mataba a más gente de la que salvaba, pues muchas
personas con padecimientos menores morían de manera inexplicable. Se realizaron
investigaciones, pero jamás nadie resultó detenido.
Sin embargo, más
misterioso y perturbador aún fue el asunto de los suicidios. Se dice que mucha
gente, del personal médico y de intendencia, se ahorcó, envenenó o incluso se
arrojó de lo alto del edificio de siete pisos. Algunos dicen que las monjas,
convencidas de que aquello era obra de Lucifer, solicitaron un exorcismo al no
ver resultados con bendiciones y rociadas de agua bendita, pero éste nunca fue
autorizado por la Iglesia. Todo esto, naturalmente, terminó a la larga por
llevar a la quiebra al hospital. La mala fama del lugar impidió que nadie
comprara aquel terreno y lo mismo pasó con varias cuadras a la redonda. Se
trata hoy en día de una zona muy
tétrica, con escasa presencia humana.
Para Edgar sonaba como el
lugar perfecto para ir a explorar durante aquella noche y se mostró de acuerdo
con plan de las chicas. A su amigo, en cambio, no le apeteció mucho la idea,
pues prefería llevar a las chicas a una cálida cama en lugar de un frío
hospital abandonado, pero no quiso ser aguafiestas. Además, la noche era
relativamente joven, el reloj apenas rebasaba la medianoche. Tras tomarse una
última cerveza, emprendieron el camino.
A sugerencia de la bruja
pelirroja, dejaron el auto a cuatro calles de distancia, justo donde la
pendiente se pronunciaba más en dirección al hospital. A Edgar esto le pareció
una buena idea y estuvo de acuerdo en que ir caminando le daría un mejor
ambiente a la aventura, además estaba seguro de que el regreso sería largo y
exquisitamente atemorizante al sentir a sus espaldas la presencia del hospital,
que sin duda estimularía su imaginación al contemplarlo. Era probable que
incluso volvieran corriendo si alguien bromeaba con haber visto algo en alguna
ventana. Incluso ese alguien podía ser él. Superman, por otra parte, no estaba
estaba muy convencido de que ir andando fuera una buena idea, pues si como las muchachas
señalaron, aquella zona estaba deshabitada, sin duda daría cobijo a indigentes
y probablemente delincuentes. Pensó en plantearlo a sus compañeros, pero no
quiso quedar como un cobarde.
Las primeras dos calles,
estaban bien iluminadas por postes de luz, sin embrago, podía verse a la
distancia que en la cima de la colina, allá donde se erigía amenazante el
hospital cual gigante en su trono, gobernaba la oscuridad apenas atenuada por
la escasa luna que se escondía tras sendos nubarrones.
Conforme se acercaban,
ambos jóvenes comenzaron a sentir fatiga por lo empinado de la calle, pero
también un creciente desasosiego, pues, en efecto, aquella era una zona
abandonada e insólitamente silenciosa. A ambos lados del camino se alzaban desalojados
complejos de oficinas y departamentos habitacionales cuyas ventanas, las que no
estaban rotas, habían sido tapiadas con tablas. Los estacionamientos y jardines
estaban cubiertos de espesas capas de polvo y maleza, y en algunos incluso se
observaban rastros de presencia humana. Vagabundos que habían improvisado
fogatas para calentarse y pasar la noche
en aquellos olvidados sitios.
Para Edgar aquello ya
contaba como una experiencia intensa y no podía imaginar cómo sería llegar al
hospital. Una cosa es escuchar una historia y otra muy distinta, recorrer
aquellas calles. Su amigo, por su parte, mantenía un semblante relajado,
incluso sonreía, pero Edgar sabía muy bien que estaba fingiendo. Lo conocía de
toda la vida y podía reconocer cuando algo lo inquietaba.
Las chicas en cambio disfrutaban
de un paseo por el parque de domingo por la tarde. Incluso se tomaron de la
mano y comenzaron a trotar como un par de niñas, entonando una copla infantil.
El movimiento hacia que sus cortas faldas se levantaran y dejaron ver algo que
dejó pasmados a los dos jóvenes: no llevaban ropa interior. Edgar y su amigo se
miraron con entusiasmo, sin poder contener una sonrisa. Si había un dejo de
duda sobre continuar aquella aventura, aquello lo eliminó por completo. Les quedaba
claro que al final todo valdría la pena.
Finalmente alcanzaron la
cima y la lúgubre edificación se alzaba ante ellos con cierta imponencia. A
diferencia de sus vecinos, el hospital de la Purificación tenía sus vidrios
intactos, aunque varios lucían tapiados y los jardines estaban repletos de
zacate. Algunos cedros secos exhibían sus ramas deshojadas por encima de la
reja circundante; de hecho, las ramas de todos los árboles se inclinaban hacia
afuera, como si quisieran alejarse del edificio.
Recargados contra el
cerrado portón de entrada, los cuatro jóvenes observaron en silencio el tétrico
lugar. Las hermanas sacaron sus teléfonos celulares para tomarse fotos y
discutieron sobre cuál de las imágenes sería la favorita del tal Rey. Edgar por
su parte estaba fascinado y aterrado a la vez. Había algo sumamente inquietante
en aquella construcción; lo invadió de pronto una sensación de ser observado
desde alguna o tal vez desde todas las ventanas. Sentía que en cualquier
momento algún rostro horrible se asomaría detrás de alguno de los amarillentos
vidrios y fue tanta esta impresión que prefirió desviar la mirada.
Se percató de que el
sentimiento de fatiga que sintió al subir la colina iba en aumento, como si aquel
sitio le absorbiera la energía. Sin duda alguna, aquella era una experiencia
atemorizante, pero ¿no era eso lo que había venido a buscar? Interiormente
sentenció que aquella visita al hospital abandonado había valido la pena. Ahora
tenía una historia que contar.
–¡Entremos! –sugirió de pronto
la bruja pelirroja y su hermana secundó la idea con entusiasmo. Ambos jóvenes
intercambiaron miradas de recelo. Una alarma comenzó a sonar dentro de Edgar,
que todo el tiempo dio por hecho que el plan era ver el edificio por fuera
solamente. La idea de entrar ni siquiera había cruzado por su cabeza, sentía
horror sólo de pensarlo. Era tan absurdamente arriesgado, tan insensato. Volteó
a ver una de las ventanas del último piso y el sólo hecho de imaginarse ahí, en
aquella habitación, le produjo escalofríos. Pensó que las hermanas brujas
seguramente estaban demasiado ebrias como para pensar razonablemente y por ello
se sentían tan osadas, aunque no por eso dejó de sentir vergüenza.
Como ninguno de ellos dijo
nada y el silencio se prolongó un gran rato, las chicas comenzaron a burlarse y
los acusaron de tener miedo. Edgar se apresuró a argumentar que el portón
estaba cerrado y que además aquello podía acarrearles problemas con la ley.
–El portón no es alto,
fácilmente lo podemos cruzar, y la policía no pasa por aquí –señaló mordazmente
la bruja pelirroja.
Edgar se quedó sin
palabras, pero sintió alivio cuando su amigo argumentó que podría ser peligroso
pues dentro podría estar repleto de indigentes, drogadictos o delincuentes.
–Para eso tenemos a
Superman con nosotras –replicó la bruja rubia con sarcasmo.
–Miren, muchachos, no hay
ningún problema. Si tanto miedo les da, podemos hablarle a Rey para que nos
acompañe –dijo la pelirroja.
Edgar buscó
desesperadamente otro argumento, pero bastó con mirar a su amigo para darse
cuenta de que iban a entrar. “Si quedamos como maricas, no habrá sexo”, decía
claramente aquella mirada. Y tenía razón, no había manera de zafarse de aquello
sin quedar como un cobarde. Ebrias o no, las chicas no tenían miedo y ellos no
podían quedarse atrás.
Tal como dijo la bruja
pelirroja, el portón fue fácil de cruzar. Sin embargo, Edgar no pudo evitar
pensar en que no sería tan sencillo de cruzar si acaso vinieran huyendo de
algo. Para regocijo de las chicas y pesar para ellos, la puerta de entrada
estaba prácticamente abierta y si bien estaba atravesada por una gran tabla,
los clavos estaban tan oxidados que cedieron fácilmente. Pronto se encontraron
en el vestíbulo.
La oscuridad era casi
absoluta, era muy poco lo que se alcanzaba a filtrar de luz lunar a través de
las amarillentas ventanas. El peligro de sufrir una caída pudo haber valido
como otro argumento para salir de ahí, de no ser porque las chicas venían más
que preparadas y de sus bolsas extrajeron cuatro velas. Quedó claro que aquella
aventura no fue una ocurrencia espontánea, sino un plan establecido desde un
principio; incluso las velas eran negras para ir más a tono con Halloween.
Cada joven encendió su
propia veladora y lo primero que llamó la atención de los amigos fue la
ausencia de grafitis en las paredes, como cabría esperar en cualquier edificio
abandonado. La amarillenta y temblorosa luz apenas iluminaba un radio limitado,
más allá todo era negrura. Pero incluso las paredes a su alrededor parecían
repeler la luz, como si se negasen a abandonar las sombras. En este momento Edgar
sintió que la fatiga se volvía más intensa e incluso le arrancó un sonoro
bostezo.
Para amenizar el momento,
las chicas ofrecieron nuevos detalles sobre la historia del hospital, e incluso
hicieron algunas bromas pesadas que no agradaron a ninguno de los amigos.
–¡Subamos las escaleras! –propuso
la bruja rubia. Su hermana aprobó la idea.
–¡No! –negó tajante Superman.
–Querían entrar y ya lo hicimos. Esto ya de por sí es peligroso, ¿para qué
iríamos arriba?
Su postura, sin duda era
racional, pero Edgar sabía que su amigo estaba tan incómodo como él y también
lucía cansado.
–Porque arriba están las
camas –respondió la bruja pelirroja con una coqueta sonrisa, tomando a su
hermana de la mano y encaminándose hacia las escaleras. –Si no quieren venir
con nosotras, no vengan. Llamaremos a Rey.
Cuando su amigo volteó a
verlo, Edgar sólo atinó a negar con la cabeza. “No quiero, no quiero”, le dijo
con la mirada. “Vámonos, dejémoslas aquí”.
“Lo siento, amigo, no
podemos hacer eso”, le respondió la expresión de su compañero. Dándole una
palmada de ánimo en la espalda, le indicó que caminara en dirección a las
chicas.
Avanzaron varios metros
por un amplio pasillo hasta que hallaron unas escaleras. Las chicas subieron
primero y ofrecieron a los amigos una excelente vista de lo que tenían debajo
de las faldas. Nuevamente Superman volteó a ver a su amigo. “¿Acaso quieres
perderte de eso?”
La segunda planta resultó
ser una maraña de pasillos y habitaciones, y las chicas parecía que deseaban
verlas todas. Era extraño, pero muchos muebles habían sido abandonados en el
lugar; en las habitaciones se encontraban camas y armarios, y los pasillos eran
obstaculizados por camillas e incluso sillas de ruedas. En las paredes, la
pintura se caía y algunos trozos de cielo falso, vencido por la humedad, se
esparcían por el suelo. No había señales de presencia humana posterior a la
época del hospital. Sin embargo, aquello no tranquilizó en lo absoluto a Edgar,
que no dejaba de voltear con sospecha a sus espaldas, pensando que cada paso
que daban, era un paso más lejos de la salida. Sufría cada que abrían una nueva
habitación, pues tenía la certeza de que alguien (o algo) aparecería del otro
lado de la puerta. La sensación de ser observado había dejado de ser una simple
sensación, ahora era una certeza absoluta como si estuviera de frente a un
vidrio traslúcido. De su cabeza no podía quitarse el pensamiento, el hecho, de
que en aquel sitio había muerto gente. Cientos de ellos. Algunos en extremo
dolor. Personas se habían suicidado en ese lugar. Si el sufrimiento y la muerte
dejan una huella en el sitio donde ocurren, no quería pensar qué clase de
huella dejarían en un hospital y más aún en ese hospital. ¿No dijo la chica
algo sobre un bosque embrujado y ritos satánicos? ¿Qué carajo hacían ahí? Su
amigo lucía no menos incómodo, además de cansado. Tal vez finalmente se
preguntaba si valdría la pena todo aquello por una noche de sexo. Subieron una
segunda escalera para mayor incomodidad de los amigos, pero ninguno tuvo ánimo
de protestar. Ambos deseaban que aquella excursión terminara de una vez por
todas.
–¡Aquí está, la encontré!
–dijo la bruja pelirroja luego de asomarse al interior de una habitación. A la
luz de la vela, su sonrisa lucia monstruosa. Alarma y horror dentro de Edgar;
si aquello era una morgue no pensaba entrar aunque lo llevaran a rastras.
Estaba dispuesto a sacrificar su reputación masculina ahí mismo, ya no le
importaba. Pero no, no era una morgue, sino un área de camas. Se trataba de una
gran pabellón de al menos unos treinta metros de longitud y unos diez de ancho,
con incontables camas distribuidas a lo largo, algunas de ellas incluso con
cortinas. Había además otros muebles como alacenas, burós y portadores de
suero. Eran numerosas las ventanas, pero todas estaban cubiertas con tablas;
solamente una, al final del recinto, dejaba entrar un poco de luz lunar a
través de una delgada rendija, el resto del lugar era vacío absoluto, por lo
que las veladoras eran menester.
La bruja pelirroja tomó a Edgar
de la mano y lo encaminó hacía una de las camas. La bruja rubia hizo lo propio
con su amigo, aunque eligió una del extremo opuesto de la habitación, una que
contaba con cortinas.
Luego de dejar la veladora
sobre un buró cercano, la bruja pelirroja se aproximó a Edgar y sin ningún preámbulo
comenzó a besarlo. Aunque lo había tomado por sorpresa y se sentía más cansado
que nunca, él quiso tomar el control, pero la chica lo sometía con salvaje
energía, dándole dolorosos mordiscos de vez en cuando. Edgar no pudo precisar
cuántos minutos estuvieron besándose, pues su fatiga era tanta que sus párpados
comenzaron a pesarle sobremanera. Era extraño cómo podía sentir excitación
sexual y cansancio a un mismo tiempo y su aspecto debía ser tal que la joven le
preguntó si acaso le aburría estar con ella.
–¡Por supuesto que no! Me
gustas mucho –aseguró él, aunque un traicionero bostezo lo dejó en ridículo.
El sonido de una cama
rechinando les llegó desde el otro lado de la habitación, lo que arrancó a ella
una pícara risotada. Él hizo un esfuerzo por sonreír, pero su rostro se había
vuelto de plomo. Algo comenzó a platicarle ella, pero no lograba comprenderlo
pues el volumen de voz parecía muy bajo o muy lejano.
–¿Te sientes bien? –preguntó
ella de pronto, provocándole un sobresalto. Su rostro estaba a escasos dos
centímetros del suyo. ¿Acaso se había quedado dormido unos segundos?
–Sí, perfecto –respondió
él. Sin embargo era innegable, dormitaba sin poder contenerlo mientras la chica
le hablaba. Parecía que le contaba algo sobre ella y su hermana, sobre su madre,
su abuela y la madre de ésta.
De pronto se dio cuenta de
que la bruja engullía con ferocidad su miembro viril, aunque no recordaba cómo
habían llegado a ese punto. Se consoló al percatarse que al menos su miembro
estaba más dispuesto que él mismo.
Volvió a pestañear y ahora
tenía los pechos de la chica en la cara. Ésta le demandaba que los lamiese y él
hizo lo posible por complacerla al tiempo que intentaba concentrarse en no sucumbir
al sueño de nuevo. Era inconcebible que estando en semejante situación no
lograra despabilarse.
La bruja lo montaba
enérgicamente, haciendo rechinar los oxidados resortes de la cama. De nuevo no
podía recordar cómo habían llegado a ese punto. Ella reía y hablaba, pero
sonaba a kilómetros de distancia. La luz de la vela se había vuelto débil y
apenas iluminaba el rostro de la joven. Había algo perturbador en ella; tenía
los ojos exageradamente abiertos y la sonrisa era desmesurada, casi deforme.
Sin poderlo evitar, los ojos de Edgar volvieron a cerrarse…
Caminaban
por los pasillos del hospital él, su amigo y las dos hermanas. Estaban buscando
la habitación donde ellas habían nacido; ahí se iba a realizar la fiesta.
Además Rey los esperaba. “¿Y por qué tiene que ir él?”, preguntó él celoso.
“Porque es su fiesta”, dijo la bruja pelirroja. “Y porque Rey es el rey”,
añadió la bruja rubia. A los lados había puertas abiertas donde a la escasa luz
de la vela podían verse camas y sobre ellas gente dormida. Siempre daban la
espalda. Eran los invitados que aguardaban empezase el festejo. Las chicas
hicieron alto de pronto, sólo para quitarse la ropa interior y dejarla caer al
suelo en un gesto de coquetería. Él su amigo voltearon a verse con una sonrisa
en la boca. Él se acercó a la pelirroja y deslizó su mano por debajo de la
falda. Su amigo hizo lo mismo con la rubia. Él y su amigo querían más, cogérselas
ahí mismo, pero las hermanas dijeron que no, no ahí, tendrían que esperar a que
encontraran la habitación. Reanudaron la búsqueda por los pasillos, bajaron
escaleras, subieron otras. Más puertas abiertas, más gente dormida. En otro
punto, las chicas hicieron un alto, esta vez ofrecieron a sus compañeros una
rápida felación. Otro tentempié para el camino, antes de continuar. “¡Aquí
está, la encontré!”, dijo la bruja pelirroja frente a una puerta. “Si acaso es
la morgue, no quiero entrar”, dijo él. “Pero aquí será la fiesta; Rey está
esperando”, replicó la rubia. “Está bien, pero sólo para no parecer cobarde”,
explicó él. Abrieron entonces la puerta, pero del otro lado no había nada más
que oscuridad. La veladora no iluminaba nada en su interior, sólo arrojaba un
charco de luz en el suelo de mosaico, pero más allá no había nada, solo vacío.
Las chicas comenzaron a burlarse de ellos por tener miedo de entrar. Su amigo
explicó que adentro podría haber vagabundos y delincuentes, pero dijo que
entraría solamente para probar que no tenía miedo. Y lo hizo. Tocó el turno de
entrar a él. Pidió a las chicas que no le hicieran bromas pesadas, le dijo a la
pelirroja que le gustaba mucho y le pidió disculpas por dormitar cuando
tuvieron sexo. Caminó hacia el interior, llevando la vela. Ahora podía ver que
a ambos lados había planchas de metal con cuerpos. Era la morgue, como había
temido. Pero los cuerpos no eran cuerpos, sólo gente dormida. Todos le daban la
espalda. Giró hacia las chicas para decirles que aquellas personas podrían ser
peligrosas. A pesar de haber caminado solo unos pasos, las hermanas estaban a
varios metros de distancia. Tenían los ojos exageradamente abiertos y las
sonrisas deformes. Entre sendas risotadas cerraron la puerta, dejándolo dentro
de la oscura habitación. Quiso correr, pero temió despertar a alguien, así que
avanzó lentamente en dirección a donde se suponía debía estar la puerta. No
logró caminar mucho, pues con un sonoro soplido, alguien apagó la veladora en
su mano y quedó sumergido en la oscuridad absoluta. Alzó las manos hacia el
frente, buscando algo a qué asirse y sus dedos sintieron una superficie sólida
y rugosa. Un árbol. Pronto encontró otro y después otro; los usó para avanzar
en la oscuridad, hasta que de pronto sus pies chocaron con alguien que dormía
en el suelo. Sintió cómo la persona despertaba y se erigía frente a él,
jalándolo de la ropa con desesperación como si quisiera salir de una arena
movediza. Sintió terror de que fuera a lastimarlo, pero una voz cansada y
triste lo llamó por su nombre y supo que se trataba de su amigo. Le reclamó por
haberlo abandonado en el hospital. Le explicó que estuvo horas perdido en el
hospital, pero Rey lo había encontrado. Ten cuidado con Rey, le dijo. Que no te
alcance. Es tan alto que tiene que ir agachado por los pasillos y no te dejes
engañar por el tamaño de sus brazos, son más largos de lo que parecen. Y sobre
todas las cosas, ten mucho cuidado de su gran boca repleta de dientes; puede
arrancarte pedazos enteros; devorarte en un par de mordiscos. Rey quiere a
todos en su fiesta de Halloween, la gran fiesta por la que todos aguardan
dormidos. Rey quiere que tú vayas. Rey es el rey...
Edgar despertó
sobresaltado y sudando frio. El alivio de descubrir que aquello era una
pesadilla se esfumó instantáneamente al recordar dónde estaba y descubrir que
estaba solo. La bruja pelirroja se había ido. Alarmado, tomó la vela negra y corrió
hacia la cama donde su amigo y la rubia habían estado, sólo para descubrirla
vacía. Alarma total, su yugular comenzó a palpitar con violencia. ¿Se trataba
de una broma? ¿Lo habían abandonado? No le extrañaría de las chicas, pero sí de
su amigo. Pensó en gritar, pero no se atrevió. Algo lo conminaba a permanecer
en silencio, anónimo, como si temiera llamar la atención de alguien o algo.
Tenía que ser una broma,
no había otra explicación. En cualquier momento lo asustarían y esperaba ese
momento con ansia. Agudizó el oído con esperanza, pero el silencio era
absoluto, nada de murmullos o risas, era como si nada vivo estuviera a
kilómetros a la redonda.
Se percató de pronto de
que en medio de la oscuridad había un débil punto de luz. Se trataba de la
delgada rendija en una de las ventanas tapiadas no lejos de donde estaba. Se
dirigió hacía ahí con la esperanza de que la rendija le permitiera ver hacia el
exterior y poder ubicarse exactamente en qué parte del hospital se encontraba.
Sabía que habían subido escaleras en dos ocasiones y debían estar en algún
lugar de la planta tres. Sólo de pensar en recorrer por cuenta propia el camino
a la puerta de salida le causaba terror. ¡Tenía que tratarse de una broma!
La rendija, en efecto, le
permitió ver al exterior, pero habría deseado nunca haberlo hecho. La
habitación donde estaba daba precisamente a la calle por donde habían llegado,
pero no estaba en el tercer piso, sino en el último. Y abajo, diminutas por la
distancia pero inconfundibles, iban las dos hermanas brujas bajando la colina;
iban tomadas de la mano, andando como niñas y probablemente cantando una copla
infantil.
Edgar Allan Poe tomó
asiento contra la pared sosteniendo su veladora con manos temblorosas, tenía de
frente la habitación repleta de polvorientas camas y viejos muebles. En algún
lugar del hospital, tal vez en otro piso, algo cayó al suelo. Intentó recordar
una plegaria, pero su mente estaba en blanco. Por increíble que pareciera, su
fatiga y sueño no habían desaparecido y volvía a sentir el rostro pesado. La
idea de dormir ahí, solo, a merced de lo que sea que anduviera por los oscuros
pasillos, le aterraba, pero no podía evitarlo. Con un sonoro soplido, alguien
apagó su veladora.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderBorrarEs un relato de horror con los ingredientes perfectos para pasar un rato horriblemente agradable. Te ha quedado un cuento completo, correcto y con un final de escalofrío. Bravo Carlo!
ResponderBorrarGracias por tu comentario, Miguel. Saludos
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