En
mi casa espantan. Así empiezan la mayoría de las historias de hechos
sobrenaturales, las cuales nunca creí hasta que me tocó vivir una.
Soy
ateo desde el día que abandoné el nido paterno. De hecho, lo fui desde mucho
antes, pero no podía declararlo abiertamente, pues mis padres, fervientes
católicos, no lo hubieran tolerado. La verdad es que nunca me sentí del todo
cómodo con mi ideología sabiendo que mis progenitores la desaprobaban, y no fue
sino hasta la muerte de éstos (la de mi padre hace cinco años y la de mi madre
hace poco menos de un mes) que finalmente me sentí liberado de esa carga.
Aunque
ser ateo y escéptico no necesariamente van de la mano, para mí la gran mayoría
de las anécdotas de espantos y aparecidos siempre me parecieron poco menos que
folclor y siempre he disfrutado hacer sudar con mis razonamientos a quienes
cuentan historias de fantasmas, pero hoy debo admitir que, muy a mi pesar,
algunas historias son ciertas. La mía lo es.
Comenzó con un extraño olor y el sentimiento de ser observado una noche de domingo, mientras leía en mi habitación, acostado en la cama.
Acabo
de tener un ataque de risa; ahora mismo me enjugo las lágrimas. ¡Caray! Casi me
odio a mí mismo por repetir las mismas palabras de cientos de personas que
cuentan la misma historia una y otra vez. Pero qué le voy a hacer, así empieza.
Era
casi medianoche y estaba listo para dormir, sólo esperaba que llegara el sueño.
La novela que leía era aburrida y tenía precisamente la misión de hacerme caer.
Mis párpados comenzaban a sentirse pesados cuando percibí el extraño aroma. No,
no era la esencia dulzona de la podredumbre, tampoco hedía a podrido, ni mucho
menos a azufre. Se trataba de un aroma que no percibía en al menos treinta
años, pero que identifiqué de inmediato: incienso. Me impresionó que estuviera
perfectamente almacenado en algún lugar de mi cerebro. La máquina procesó la
información sensorial, buscó en la base de datos y apareció al instante la
imagen de mi madre. La vi joven y alta, no la diminuta ancianita en que se
convirtió al final de su vida. Fue una imagen muy clara. Con prisa, mi madre me
llevaba de la mano en medio de una multitud de mujeres vestidas de negro.
Íbamos tan deprisa, marcado nuestro paso por el insidioso tañido de una
campana, que tropecé al subir la escalinata que conducía al enorme edificio de
piedra.
Recordé
la eterna hora en aquella larga banca de madera, escuchando el ininteligible
discurso del sujeto al que llamaban padre; recordé el murmullo apagado de mil
rezos y ocasionales sollozos. Escuchar llorar a una mujer adulta era una cosa
horrible. Pero sobretodo recordé la tétrica imagen del hombre clavado en una
cruz, sangre escurriendo por los brazos y pies; la monstruosa herida en un
costado que dejaba ver la carne viva y la terrible mirada de sufrimiento que
siempre parecía fija en mí.
La
incómoda sensación que me aquejó aquella noche en mi habitación fue
precisamente la misma que sufría en aquellas aborrecidas mañanas de domingo de
mi infancia: el peso de una inquisidora mirada sobre mí. Sin embargo, pronto se
volvió más que eso, pues dejó de ser simplemente una sensación para convertirse
en la aterradora certeza de que había alguien conmigo. Poco a poco, el olor a
incienso se hizo más intenso y de forma muy apagada, comencé a escuchar
murmullos de rezos y sollozos. El sonido en un principio fue muy tenue y
contuve la respiración para estar seguro de que no se trataba de mi imaginación.
Pero no, ahí estaba, era indudable. A veces parecía generarse en otra parte de
la casa, tal vez en la sala o en la cocina, pero luego parecía que me lo
susurraban al oído. A esto se le sumó un creciente calor, inexplicable para una
noche de enero.
Fue
entonces cuando vi la sombra. Supongo que todo el tiempo estuvo ahí, pero no
había reparado en ella. La única luz de la habitación era la de mi pequeña
lámpara de lectura. Con sus escasos 40 watts, apenas pintaba de amarillo las
paredes, o al menos los espacios que no están cubiertos por las sombras de
otros muebles. Frente a mi lecho, en una pared donde sólo hay un antiguo reloj
de péndulo y el retrato oval de mi novia Leonora, se dibujaba la silueta de una
persona. La cabeza casi alcanzaba el techo y sus piernas avanzaban por el suelo
hasta desaparecer bajo mi cama.
¿Alguna
vez han escuchado que alguien se asustó tanto que se meó encima? Bueno, es
verdad. Lo confieso, sucedió. Cuando tienes miedo, la vejiga se afloja y es
imposible contener la orina. Simplemente sale, no pide permiso.
En
un principio pensé que la sombra pertenecía a una mujer, pues parecía usar
vestido y llevar el pelo largo. Pero en lo alto de su cabeza había algo
extraño; un bulto que parecía circundar su cráneo y del cual brotaban largas
púas. Entonces, la figura extendió los brazos hacia los lados y así me di
cuenta de que se trataba de una imagen que conocía muy bien, una imagen que he
visto en cientos, tal vez miles, de retratos a lo largo de mi vida. Una imagen
con la que sólo me topo de manera accidental, y cada que mi mirada se cruza con
ella, de inmediato volteo hacia otro lado, con incomodidad, como retiras la
vista de una persona con alguna deformidad física.
Para
ese momento, el aroma a incienso era más fuerte que nunca y el murmullo de los
rezos ya no era un murmullo en lo absoluto, resonaba con intensidad en mis
oídos y los contenidos sollozos espontáneos se habían transformado en llantos
desgarradores. Mi cuerpo entero temblaba; tal vez quise gritar, no lo recuerdo,
pero seguramente no pude. De pronto la oscura silueta descendió lentamente
sobre la pared hasta meterse debajo de mi cama. Gradualmente, los tétricos
sonidos y el aroma a incienso desaparecieron. Hizo frío de nuevo. La pesadez en
el ambiente también se extinguió y dejé de sentirme observado. Sin embargo, el
miedo que sentía estaba muy lejos de quedar atrás; lo único que quería era
salir de esa habitación cuanto antes.
Pasaron
varios minutos antes de poder moverme y tomé la decisión de salir con la ropa
de dormir que llevaba puesta. Tenía miedo de bajar de mi cama, pues la sombra
se había metido debajo y temía que unas manos me tomaran los tobillos. Me da
vergüenza admitirlo, pero me costó reunir valor para animarme a pisar el suelo.
En
efecto, unas manos tomaron mis tobillos y jalaron de ellos con fuerza
suficiente para lastimarme y hacerme caer de bruces. El golpe que me di en la
nariz me nubló la mirada un momento y me hizo sangrar. Las manos que me
jalaban, eran fuertes, ásperas y duras, las de alguien que ha trabajado
arduamente con ellas. Estaban calientes, húmedas y pegajosas. Todo fue muy
rápido y confuso, pero alcancé a ver esas manos y los ojos detrás de ellas: dos
luces en la oscuridad. Y en las palmas de aquellas manos vi las heridas; las vi
de inmediato porque sabía dónde mirar, las estaba buscando. Eran las mismas
extremidades agujeradas que tanto me habían impactado de niño y ahora me
estaban jalando hacia la oscuridad debajo de la cama.
Las
toscas manos me giraron con facilidad para quedar bocarriba y aunque
instintivamente intenté defenderme, fui sometido al instante con sendos
puñetazos en mi rostro que me hicieron tragarme mis propios dientes. La golpiza
se prolongó indefinidamente. Ocasionalmente recibí patadas y fui atacado con
proyectiles. Las manos se multiplicaron y pronto me sentí arrastrado por el
suelo. Aquella no era una oscuridad normal, debí haber quedado ciego en algún
momento, pues no lograba ver nada de mis agresores. No quiero ahondar mucho
sobre la manera en que fui torturado; además, creo que todos conocen esa
historia. Basta decir que en determinado punto yo mismo me arranqué los jirones
colgantes de mi piel en un acto desesperado por huir al dolor. Incluso sentí
alivio cuando mis pies y manos fueron clavados a la madera y fui erigido para
quedar pendiendo de mis propias extremidades; y más alivio sentí cuando
hundieron en mi costado una larga punta de metal. Alivio porque sabía que el
martirio estaba por concluir.
Desperté
por la mañana vomitando; aún estaba debajo de la cama. Naturalmente todas las
heridas desaparecieron, siempre desaparecen, pero sigo sintiendo un ardor en
aquellas partes donde fui lacerado, particularmente en manos y pies.
Lógicamente, después de la primera experiencia corrí a casa de Leonora, mi
novia, pero fue inútil, el acoso volvió a la siguiente noche. No importa a
donde vaya, ni qué haga, por eso finalmente resolví regresar a mi casa. Leonora
ha sido testigo de la actividad paranormal y está más aterrada que yo mismo. Me
ha contado lo que ocurre cuando me aqueja la entidad. Dice que primero actúo
como un poseído y después me desmayo; dice que mis gritos son espantosos y que
no logra despertarme con nada. Hace días que no la veo.
Médicos
y académicos amigos míos me dieron el mismo consejo. Los odié por lo que me
dijeron, pero debo reconocer que es precisamente el mismo consejo que yo habría
dado. La visita al psiquiatra fue una pérdida de tiempo. Dijo que es un
sentimiento de culpa por no acudir a los funerales de mis padres;
particularmente por no visitar a mi madre en sus últimos días en el hospital.
Pero qué sabe el viejo incompetente. No es que yo haya sido un mal hijo, es que
vivo al otro lado del país y no es tan simple ni barato tomar un avión así como
así. Amaba a mis padres, muy a pesar de su estricta educación, muy a pesar de
los dolorosos castigos. Pero no importa, eso no tiene nada que ver; el
psiquiatra es un imbécil. Una cosa es un sentimiento de culpa y otra muy
distinta es padecer un poltergeist y sufrir de sueños hiperrealistas donde soy
salvajemente torturado cada noche.
Finalmente
hice lo que nunca pensé que llegaría a hacer en mi vida: recurrir a un
sacerdote. Otra pérdida de tiempo; me dijo que no podía interceder, que aquello
debía ser considerado una bendición. ¡Una bendición! ¡Increíble! Dijo que había
un mensaje para mí en todo ello y que debía concentrarme en interpretarlo
correctamente. Quiso que me reuniera con otros sacerdotes para presenciar el
fenómeno, pero lo mandé a volar. No era la solución que buscaba. Además, soy
ateo.
Ayer
por la tarde acudí a un negocio de música Black Metal. Ahora mismo escucho la
gutural e ininteligible voz del vocalista y la estridente música de fondo. Me
han dicho que el dueño del negocio, el joven que me atendió, un singular tipo
de cabellera larga y numerosos tatuajes, es el líder de una secta satánica.
Esta tarde pienso volver a la tienda y preguntarle si acaso ellos realizan
exorcismos.
Un relato distinto a la mayoría de los tuyos, no tiene un inicio tan atrapante ni la contundencia a la que me tenés acostumbrado, pero es un muy buen escrito.
ResponderBorrarManejaste bien el preludio con algunos toques de humor y una narrativa fluida.
Un buen homenaje al terror clásico con un final a puro rock.
Gracias, Federico. Tu opinión cuenta mucho y ya le di una rasurada a ese inicio. En efecto, pretendía ser un homenaje a ese estilo clásico de Poe, pero no hay razón para alargarlo tanto.
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