Alicia se mordía las uñas mientras observaba la enorme y tétrica casa frente a ella; algo en su interior le decía que estaba cometiendo un terrible error, que debía regresar cuanto antes, pero su curiosidad era infinitamente más poderosa que su prudencia. O tal vez se trataba de algo más.
Era una niña muy lista para sus doce años y sabía que lejos de que la historia que se contaba sobre aquel lugar fuera cierta, existían muchos otros peligros que corría al estar sola en aquella zona del bosque, tan lejos del suburbio donde habitaba.
Era una niña muy lista para sus doce años y sabía que lejos de que la historia que se contaba sobre aquel lugar fuera cierta, existían muchos otros peligros que corría al estar sola en aquella zona del bosque, tan lejos del suburbio donde habitaba.
Alta, soberbia,
intimidante; la casona estilo victoriano se erigía de entre un grupo de árboles
muertos, cuyas artríticas ramas se elevaban y apuntaban hacia la construcción,
como un grupo de fanáticos religiosos rindiendo pleitesía a su señora, o tal
vez pidiéndole clemencia. Tendría dos plantas, además del ático y el sótano,
pero era difícil de decir por la extraña disposición de las ventanas. A los
lados del imponente tejado a dos aguas, en cuyo centro se abría el terrible ojo
de la buhardilla, se alzaban dos techos cónicos que parecían ser los cuernos de
aquel monstruo de madera. No obstante su altivez, la casa no era ajena a la
crueldad del tiempo, que se hacía manifiesta en lo grisáceo de las escamas
contraídas que tenía por tablones y lo corroído de sus pilares y dinteles;
infinidad de enredaderas marchitas cubrían la fachada, como venas saltadas en
una faz enferma.
En el cielo, un grueso
manto de nubes grises negaba toda luz y gracia a la escena, y si bien el clima no
prometía precisamente terminar en tormenta, sí adelantaba que no habría más sol
por aquel día. El invierno enviaba su segunda o tercera avanzada del año, y en
aquella tarde de noviembre, culebras de viento helado mordían a ratos las
mejillas de Alicia, que apenas iba abrigada con un delgado suéter rojo.
Una oxidada verja, también
invadida de hiedra seca, la separaba del gran patio que circundaba la casona.
Del otro lado, un camino empedrado serpenteaba sobre el piso alfombrado de
naturaleza muerta; se habría paso por entre los gruesos troncos, en cuyas
cortezas se formaban adustos rostros, para desembocar finalmente en un gran porche
repleto de tristes macetas olvidadas a su suerte.
No había candado en la
verja o siquiera estaba cerrada, sólo se requería empujarla para entrar.
Aquello le extrañó, pues juraría que había visto un gran candado dos días
atrás, en la tarde de Halloween, cuando en compañía de un grupo de chicas de su
edad habían acudido hasta ese sitio en busca de una aventura.
–¡Vayamos a la casa de la
bruja! –propuso aquel día una de las niñas cuyo nombre Alicia no lograba recordar.
–Eso lo hacemos cada año,
no hay nada ahí –replicó otra con hastío.
–Es sólo una estúpida casa
abandonada. Ya sabemos cómo es –dijo una tercera.
–Alicia no la conoce, es
nueva en este barrio –planteó la primera.
–Sí, yo no la conozco y
suena genial. ¡Quiero ir! –señaló Alicia y puso punto final a la discusión.
La famosa casa se
encontraba a poco más de un kilómetro de distancia de la zona residencial donde
las chicas moraban. No muchos años atrás, toda aquella región estuvo
completamente despoblada, con excepción de la casa en cuestión, pero la mancha
urbana continuaba su expansión como cáncer incurable. El propio suburbio no
tenía más de tres años de antigüedad.
Las niñas caminaron por entre
las pintorescas calles de jardines impecables y modestos hogares que lucían
alegres adornos de Halloween; de vez en cuando se toparon con algún tempranero
niño disfrazado de diablo o fantasma. La hora de salir a pedir dulces aún
estaba lejana, pero había quiénes no podían esperar al anochecer para vestir su
fantástico atuendo. Las chicas avanzaron hasta una parte del barrio donde sólo había
casas en construcción; un sitio muy atemorizante con sus calles silenciosas y
edificios grises que por ventanas tenían huecos oscuros desde donde alguien
podía observarlas sin ellas percatarse. Al final de la última calle, donde el
asfalto se convertía en tierra, iniciaba un sendero que se adentraba en el
bosque compuesto en su mayor parte de altos cedros.
Cuando llegaron a este
punto, a Alicia la embargó una ligera aprensión en su pecho, un sentimiento de
inquietud, tal vez de alarma. Había algo en el ambiente que le robaba el
aliento. Se percató de que las demás chicas también lo sufrían, no sólo por su
silencio, sino por sus rostros lúgubres. Incluso la que hizo la propuesta en
primer lugar, parecía resignada. Tal vez sólo lanzó el reto sólo para verse
valiente, sin esperar que nadie la secundara. Lo cierto es que, con la
excepción de Alicia, que caminaba motivada por la curiosidad, a las demás sólo
las impulsaba el orgullo de no quedar como cobardes.
Era temprano, no pasaban
de las dos de la tarde, el sol brillaba en el cielo, pero el bosque se las
arreglaba para lucir tétrico y asfixiante de todos modos, y ese sentimiento
aumentaba conforme se reducía la distancia entre ellas y la casa.
Finalmente llegaron hasta
la verja, donde no permanecieron más de quince minutos, y eso porque Alicia les
pidió permanecer más tiempo. Las otras chicas se apresuraron a tomarse fotos
que compartirían más tarde en sus redes sociales cual trofeos obtenidos por su
audacia. Alicia por su parte no tomó ninguna fotografía ni participó en las
bromas infantiles de sus compañeras, ella se limitó a permanecer de pie, de
frente a la casa, con las manos en las barras de la verja, mirando con
fascinación la antigua edificación.
Había alguien en la
ventana. En una de las estancias, debajo de aquellos extraños conos que hacían
de techos, se recortaba una figura humana. Alguien las observaba desde lo alto.
Aunque estaba demasiado lejos para decirlo con precisión, la forma de la
silueta le recordó a un frondoso vestido, por lo que dedujo se trataba de una
mujer.
Hizo el anuncio a las
demás y tuvo cuidado de no perder de vista la ventana, temiendo que en un
clásico cliché de película de horror, la figura misteriosa fuera a desaparecer
y la tomaran por loca. Pero no fue así. Todas la vieron y lejos de considerar
aquello como una cereza sobre el pastel de su aventura de Halloween, se
pusieron rígidas y nerviosas.
Esta vez, a nadie importó
lo que opinara Alicia, las chicas estuvieron de acuerdo en marcharse cuanto
antes y aunque aún faltaban varias horas para que oscureciese, apuraron el paso
como si temieran que en cualquier momento alguien o algo saliera de la casa
para ir tras ellas, o que los mismos árboles del bosque las atacaran. Incluso
Alicia, que estaba maravillada con la casa, sintió esa premura en su pecho. Era
como si la persona que estaba en la ventana, pese a estar a muchas decenas de
metros de distancia, aún pudiera verlas.
Sin embargo, a diferencia
de las demás, Alicia no sentía total disgusto por aquel sentimiento de acoso,
que no era otra cosa más que miedo. Le gustaba. Era parecido a lo que sintió aquella
vez cuando, junto a sus padres (antes del divorcio), visitaron una cueva en lo
alto de un monte. Un paseo turístico que te llevaba por cavernas y grutas,
donde había manantiales y rocas húmedas con formas extrañas.
En aquel recorrido hubo un
sitio al que llamaron “La mansión de los murciélagos” y hacía total honor a
este nombre. Una boca oscura, sin fondo, donde el único sonido además del
sonoro eco de las pisadas, era el murmullo apagado de millones de chillidos
agudos. En un principio Alicia pensó que el techo se movía, que estaba vivo,
pero luego cayó en cuenta de que la gran bóveda estaba tapizada en su totalidad
por infinidad de pequeños seres alados.
A la cueva, el turista
podía adentrarse hasta donde el valor le permitiera y sólo algunos audaces
traspasaban la frontera de la oscuridad absoluta. La valla protectora estaba
más allá de donde nadie se había atrevido jamás, decían los guías. Alicia y sus
padres, cada uno tomándole de una mano, caminaron lentamente hacia la oscuridad.
Le pidieron que fuera ella quien dijera “hasta aquí, volvamos”.
Alicia (de ocho años en
aquel entonces) estaba aterrada, temblaba. Pensaba que más allá de donde
terminaba la luz, podrían ser presa de los monstruos con alas y tal vez de
alguna otra criatura que no estaba a la vista. Sin embargo, no podía dejar de
caminar. Cuando su madre le preguntó si ya era suficiente, apenas la escuchó;
tampoco se percató de que la presión que sus progenitores ejercían sobre sus
manos iba en aumento y que sus dedos se humedecían cada vez más. La pequeña
Alicia tenía miedo, sí, pero también quería saber qué había más allá y tal vez,
dar un vistazo rápido a la criatura oculta tras las sombras. Finalmente fue su
padre quien dijo “hasta aquí, volvamos”.
La experiencia fue
aterradora, espeluznante, pero lo que vino después fue bastante interesante.
Una especie de energía que recorrió todo su cuerpo, algo que no podía describir.
Por alguna razón la única palabra que venía a su mente era: delicioso.
Si bien la casa ejercía
ese tipo de atracción magnética sobre ella, había otra razón mucho más poderosa
que la motivó a encaminarse por cuenta propia a través del fantasmagórico
bosque hasta el pie de la oxidada verja. Ese algo (esa palabra) accionó de
manera inmediata todo el mecanismo de su implacable curiosidad, apenas fue
pronunciada por aquella niña cuyo nombre no lograba retener.
Bruja.
Era su disfraz predilecto
de Halloween; llevaba cuatro años seguidos usándolo. El vestido cambiaba,
naturalmente, pero el sombrero era el mismo. Lo amaba, era un regalo de su
madre y fue precisamente ella quien le habló en primer lugar sobre las hechiceras,
aunque su padre (antes del divorcio) nunca lo aprobó.
–No me parece que sean
historias apropiadas para una niña –escuchó decir a su papá en alguna ocasión,
con voz apagada, desde el otro lado de la pared.
–Son solo cuentos
infantiles que me contaba mi abuela –respondió su madre. –No le estoy hablando
de la Inquisición ni nada demasiado perturbador.
–Es que no lo estás viendo
desde el punto de vista de una niña. Para ella seguramente es perturbador.
–Exageras, como siempre.
La verdad es que algunas
de esas historias sí inquietaron a Alicia al grado de provocarle pesadillas,
como aquella de la bruja que habitaba en una casa hecha de dulce y cuya
actividad favorita era comer niños; o la otra, donde una joven y hermosa hechicera
se transformó en una apacible ancianita para ganarse la confianza de una
ingenua princesa, a la que regaló una manzana envenenada. Sí, le provocaron
pesadillas que le hicieron despertar en medio de la noche y recoger los pies
bajo las sábanas más de una vez, pero también le parecieron deliciosas.
Por supuesto, su madre también
le contaba cuentos sobre brujas buenas que defendían a estúpidas doncellas de
la crueldad de sus madrastras, o regalaban zapatillas de rubí a niñas bobas que
se habían perdido, pero esas historias le aburrían. Había algo que no cuadraba
desde su punto de vista; algo que le producía sospecha y le olía a mentira.
¿Qué ganaban las brujas buenas ayudando a los demás? ¿Por qué lo hacían? ¿Sólo
porque sí? ¿Sólo porque son buenas y punto? Alicia no lo compraba. Y si acaso
era cierto, entonces eran tontas. Las brujas malas, por otra parte, siempre
eran claras en señalar lo que buscaban y por qué lo hacían; ser bellas por
siempre, eliminar a sus enemigos, ganar el poder absoluto sobre algún reino, o
(por qué no) comer niños. Por nefastos que fueran sus propósitos, al menos eran
honestas en admitir que querían algo.
Su madre a menudo le decía
que desde niña siempre había soñado con ser una bruja buena. La verdad era que
Rebeca (llamaba a su madre por su nombre, por mucho que le molestara) a veces
le parecía algo boba. Especialmente después del divorcio.
El graznido de un ave sacó
a Alicia de su ensueño y decidió que ya había transcurrido demasiado tiempo de
indecisión. En un solo acto, empujó la oxidada verja y avanzó con determinación
por el sendero empedrado en dirección al gran porche. Caminó con lentitud,
atenta a cualquier ruido que pudiera venir desde la casa o quizá desde atrás de
alguno de los horribles árboles que la rodeaban. Escudriño atentamente todas
las ventanas del edificio, en busca de aquella silueta que vio dos días atrás,
pero no había nada; no obstante el sentimiento de ser observada era muy fuerte.
Sentía además una creciente sensación de fatiga, como si con cada paso que
daba, un poco de su fuerza se evaporara o fuera absorbida por la propia casa.
Un torbellino de hojas
secas la envolvió de pronto, produciéndole un estremecimiento. Sus mejillas
estaban a tono con su delgado suéter, que no lograba protegerla de las gélidas
caricias del viento, por más que ella se recogía. A la voz interna que insistía
en que corría peligro y debía regresar, se sumó otra que señalaba que podría
enfermarse por no estar propiamente abrigada, sin embargo, sus pies no dejaron
de moverse, algo más fuerte que su voluntad la impulsaba.
Llegó al fin del sendero
empedrado, donde la inquietud la abordó de nuevo y tras par de minutos de
vacilación, finalmente subió los cuatro peldaños que conducían al porche. Era amplio
y en sus mejores tiempos debió ser bastante agradable. El número de macetas
secas era incontable; algunas en el suelo, otras en las cornisas de las ventanas
y algunas más colgando del techo. Había además un par de viejas mecedoras que
lucían despintadas y astilladas. Pero lo más interesante, de lejos, fue la
imponente puerta de madera frente a ella y su terrible aldaba: una grotesca
cara demoníaca con un aro de metal en la boca. Alicia estaba maravillada con
estos detalles y esa extraña sensación de deliciosa
energía se apoderó de su cuerpo.
Sin embargo, fue en ese
momento que le vino una pregunta a su mente. Una terrible cuestión que
insólitamente no se había parado a meditar antes: ¿Qué haría a continuación?
¿Cuál era el plan en primer lugar? Volver para tener una mejor vista de la casa
sin la presión de las estúpidas chicas del barrio era claramente el primer
propósito; explorar el área y tal vez entrar al patio era una posibilidad. Pero
nunca se visualizó a sí misma de frente a la puerta de la residencia. ¿Qué
hacer ahora?... ¿Llamar?... ciertamente, esa aldaba invitaba a hacerlo…
Por el rabillo del ojo vio
que algo se movió a su derecha. Le produjo un sobresalto, pero al girar y ver
lo que había sobre una de las viejas mecedoras, una expresión de fascinación
iluminó su rostro.
Más negro que la noche, de
hipnotizantes ojos verdes como esmeraldas y brillante pelaje de apariencia
sedosa; el gato la observaba fijamente desde su posición sin mostrar una pizca
de miedo o siquiera inquietud por ella. Antes parecía mirarla con desdén y
arrogancia.
Ni siquiera el sonido de
oxidados goznes rechinar la arrancó inmediatamente de la poderosa mirada del
felino, pero el alma casi escapa de su cuerpo cuando cayó en cuenta de que la
puerta frente a ella se estaba abriendo.
Bajo el elegante pero
gastado dintel, apareció una anciana mujer con duro semblante. Estaba algo
encorvada y en su enorme nariz lucía una repulsiva verruga con numerosos vellos;
uno de sus ojos estaba blanco en su totalidad y su boca era una horrible maraña
de arrugas. Vestía completamente de negro, desde sus botas con hebilla doraba;
su larga y frondosa falda; esa especie de chaqueta ajustada y el raído chal que
la cubría. Pero lo más llamativo, aquello que dejó boquiabierta a Alicia, fue
el largo y puntiagudo sombrero de ala ancha.
–Por un momento pensé que
nunca reunirías el valor para entrar –dijo la mujer con voz severa. –Pasa. Te
estaba esperando.
***
Había polvo y telarañas por
todo el lugar; los muebles eran antiguos, astillados y había por doquier
pilares de libros amarillentos, con títulos extraños que más bien parecían ser
palabras en otros idiomas. Dominaba un aroma a viejo, a humedad, a hierbas. En
la estancia principal, donde Alicia se encontraba, un enorme cuadro pintado al
óleo acaparaba toda la atención. La figura del retrato no era desconocida para
nadie en este mundo y la niña la miraba azorada.
Torvo semblante,
despiadada mirada, siniestra sonrisa y larga barba negra; piel roja, largos
cuernos, torso musculoso, pesuñas por pies y un largo tridente a manera de
cetro. Detrás de este ser, un abismo de llamas se extendía hacia el interior
infinito de la pintura. En las paredes de aquel remolino de fuego, había pequeños
demonios que bailaban alegremente mientras picoteaban con trinches a personas de caras
tristes.
Con dificultad, la longeva
mujer se dirigió hacia un gran sillón de alto respaldo donde se dejó caer
liberando hacia los lados una densa capa de polvo.
-¡Lucifer! ¡Ven acá, mi
amor! –gritó con voz cansada de anciana y el gato negro que Alicia había visto
en el porche se posó sobre sus piernas. –¿No es un belleza de minino? Jamás se
separa de mí y nunca lo verás solo –señaló acariciando al animal. Con un
movimiento de mano, indicó a la niña que tomara asiento en un sofá cercano.
Alicia tardó un momento en
reaccionar y obedecer, pues en esa habitación había tanto que atrapaba su
atención como, por ejemplo, la calavera con una vela adherida en la cima que
estaba sobre la mesita de lectura a un lado del sillón; o la larga y antigua
escoba que descansaba en una esquina del recinto; y por supuesto, el cónico
sombrero de su anfitriona.
–¡Pero qué hermosos ojos
tienes, niña! –dijo la anciana –Hacía tanto que no miraba ojos color avellana.
¿Te los heredó tu padre o tu madre?
–Mi madre –respondió
Alicia tras un momento de titubeo. Su voz era débil, lejana; se sentía como en
un sueño.
–¿Cómo te llamas?
–Alicia.
–Nos alegra que hayas
venido, Alicia, teníamos muchas ganas de conocerte. Mi nombre es Dominica y
éste minino tan guapo que tengo aquí es el viejo Lucifer, mi fiel amigo…
–¡Es usted una bruja!
–soltó de pronto la niña que en realidad había querido formular una pregunta,
pero no pudo evitar que sonara más bien como una acusación. Por respuesta, la
anciana emitió una larga y tenebrosa carcajada que no podía ser otra cosa más
que una afirmación a la pregunta. Después, con un movimiento de su mano,
pareció indicarle a la niña que se dejara de obviedades.
El estridente sonido de la
risa hizo que Alicia entrara en estado de alerta, y como si despertara de un
profundo letargo se preguntó qué hacía en aquel lugar y cómo había consentido
en llegar tan lejos. ¿Por qué había accedido a entrar en la casa en lugar de
correr como alma que lleva el diablo cuando la bruja abrió la puerta? Un familiar
chillido agudo fue la única respuesta que obtuvo, pero no vino de lo profundo
de sus recuerdos, sino del interior de la casa. En algún lugar había
murciélagos.
–¿No irá a comerme,
verdad? –La voz de la niña casi se quiebra al final de su cuestión. La bruja
emitió otra extendida carcajada.
–Hace tanto que no pruebo
la dulce carne de un niño ¿Verdad que no, Lucifer? Pero no te preocupes, no
suelo comerme a mis hermanas.
–¿Hermanas?
–Ya te lo dije, te estaba
esperando. Sabía que volverías y deseaba que así fuera. Te vi hace un par de
días desde la ventana y supe de inmediato que no eras una niña común y
corriente. Después, mi bola de cristal me confirmó lo que ya sospechaba. Tienes
en tu interior un gran poder que no sospechas.
–¿Yo?... ¿me está diciendo
que soy una bruja? –Una risilla nerviosa escapó de sus labios. El sentimiento
de deliciosa energía comenzaba a
desaparecer y en su lugar arribaba otro infinitamente más sublime: simple y
llana emoción. –No lo creo. Soy sólo… una niña normal que va al colegio y...
–¿Y entonces qué haces
aquí? –El semblante de la mujer se endureció. El gato a su vez pareció mirarla
con desaprobación.
–Yo… no lo sé…
–No lo sabes, eh. ¿Has
escuchado, Lucifer? La niña de ojos bonitos no sabe qué hace aquí. Bueno, si no
es una bruja, entonces nos la comemos. ¿Te apetece, Lucifer, comerte esos
ojitos color avellana? Guisados con ajo seguramente quedarán deliciosos, ¿no
crees? O mejor aún, hervidos como huevos duros.
Alicia comenzó a ponerse
rígida en su lugar. El sonido de un aleteo a su derecha le puso los pelos de
punta, entonces se percató de que había una jaula colgando en un rincón y dentro
de ella, un murciélago. No era de sorprender que no lo viera antes, había
tantas cosas en esa habitación que resultaba difícil asimilarlo todo.
–He venido porque me gustó
su casa –dijo Alicia con voz trémula –Me parece… muy bonita.
–No. Eso no es verdad
–estipuló la anciana. –Puedo oler la mentira, sabes. El hedor es inconfundible,
se parece un poco al de la leche pasada. Y tú, niña, apestas a mentirosa. ¡Espléndido!
A Lucifer le gustan las mentirosas. ¿Verdad que sí Lucifer? –Cada que le
hablaba al gato, volteaba a verlo y hacía ese tono de voz que solo una anciana
hace a su minino.
–Las niñas del barrio me
dijeron que aquí vive una bruja –confesó finalmente Alicia.
–¿Y tú les creíste?
Alicia quedó en silencio.
–Por supuesto que les
creíste –dijo la anciana mirándola fijamente con su ojo bueno –Lo hiciste
porque supiste que era la verdad apenas lo dijeron y por eso estás aquí. Toda tu
vida te has sentido atraída por la oscuridad y sus misterios, ¿no es cierto?
Toda tu vida has percibido el llamado de algo que no sabes lo que es, pero que
está ahí, insistente, poderoso. Siempre has sabido que no perteneces al lugar
donde naciste ¿Me equivoco?
Las piernas de Alicia temblaban
e inconscientemente se mordía las uñas, sin embargo hizo un esfuerzo por tratar
de relajarse y escuchar atentamente. La anciana le habló largo rato sobre cómo
descubrió ella misma que tenía el don de la magia y le contó experiencias de su
lejanísima infancia que la hicieron identificarse plenamente. Le habló de la
falsedad e hipocresía de la Iglesia Católica y de cómo descubrió en el Príncipe
de las Tinieblas la verdadera libertad de ser ella misma y obtener todo cuanto
quería.
El infierno es para los
rechazados de Dios, no para los hijos del Diablo, le explicó. Satanás, afirmó
Dominica, también ofrecía la posibilidad de una vida eterna, pero no en el
aburrido cielo, donde uno debe portarse impecablemente como cuando se está en
misa, a riesgo de ser expulsado a las llamas eternas, no, Él ofrece la
oportunidad de vivir aquí mismo, en la Tierra, para siempre y eternamente
joven.
–¿Todos las brujas son
jóvenes por siempre? –cuestionó Alicia mirando con suspicacia la ceniza melena
de Dominica y la espantosa verruga en su desproporcionada nariz.
–No, por supuesto que no
–respondió con rigidez –Sólo algunos privilegiados consiguen ese gran secreto.
–¿Qué le pasa entonces a las
demás brujas cuando mueren?
–¿Ves a esos pequeños
demonios que lastiman las almas rechazadas por Dios? –dijo señalando al cuadro
en la pared. –No la pasan mal, se divierten todo el tiempo, pero no hay nada
como la vida y los placeres de que gozamos ahora. Eso lo entenderás después,
cuando crezcas un poco más.
Dominica le contó entonces
que muchos años atrás conoció a un poderoso hechicero que buscaba el gran
secreto de la inmortalidad. Se trataba de un hombre de profundos conocimientos y
habilidades legendarias, al que se refirió simplemente como: el Sabio. Este
hombre, al ver por primera vez a la joven Dominica, se percató de inmediato de
su inmenso poder y quiso acogerla como su aprendiz.
–Somos hermanos, me dijo
el Sabio; por nuestras venas corre la sangre de Caín.
–¿Caín el de la quijada de
asno? –preguntó Alicia con una ceja levantada.
–Ya te hablaré más a fondo
sobre él –respondió Dominica con indulgencia, como si perdonara una blasfemia
en boca de un ignorante.
El hechicero le dijo a su
nueva aprendiz que la única manera de alcanzar el gran secreto de la
inmortalidad y la juventud eterna era precisamente reuniendo a más como ellos.
Doce hermanos de sangre, para ser precisos. Además de una serie de elementos e
ingredientes esenciales para elaborar la pócima mágica. Sin embargo, la
búsqueda se prolongó más de lo anticipado y sólo habían reunido a once brujos.
Ahora, tenían el tiempo encima, pues muchos de ellos, eran ancianos como Dominica
y el Sabio.
–Tú eres la número doce,
Alicia. El Diablo me lo ha susurrado al oído, pero además me lo dicen las
entrañas.
–Pero sólo soy una niña
–replicó Alicia con frustración. –No sé nada de magia o brujería.
–Sí, sólo eres una niña
ahora, pero serás una gran hechicera cuando crezcas. Has llegado en el momento
correcto; eres lo suficientemente mayor para entender y lo suficientemente
menor para creer, y me ha tocado a mí ser tu maestra. En sólo diez o quince
años, como mucho, haré de ti la más poderosa de las brujas. Debes venir a vivir
conmigo cuanto antes; debemos preparar tu iniciación, llamar los demás para que
te conozcan…
–Pero no puedo venir a
vivir con usted… ¿qué hay de mi madre?
–¿Y tú crees que tu madre
puede detenernos? ¿Acaso crees que me importa lo que ella opine? Viviremos por
siempre, Alicia. A tu madre la olvidarás en un par de meses, pero tú vivirás
cientos de años más. Ahora eres tan sólo una niña y no entiendes lo que
significa ser inmortal y recuperar la juventud, pero cuando crezcas, cuando
tengas veinte años y pruebes los placeres de la vida, entenderás. Querrás ser
así por siempre y podrás hacerlo. Tu madre no es ningún impedimento.
–Pero… ella no me dejará
irme así como así. –Había profunda ansiedad en sus ojos avellanados, era una
niña demasiado inteligente para saber la implicación de las palabras de la anciana,
quien rio maliciosamente como si escuchara sus pensamientos.
–Lo sé, niña, lo sé. Por
eso debes matarla. Ese será tu primer hechizo, ni más, ni menos.
***
Con la cabeza apoyada contra el marco de la puerta, Alicia contemplaba meditativamente la cama vacía de Rebeca, su madre; descubrió que una parte de ella (una parte muy pequeña) la echaba de menos.
Es verdad, Rebeca se había
vuelto insufrible después del divorcio; todo el tiempo llorando, todo el tiempo
lamentándose. Los cuentos que le contaba por las noches habían terminado hacía
ya mucho tiempo, incluso antes de la separación conyugal, incluso antes de las
peleas nocturnas, cuando pensaban que ella dormía.
Rebeca se creía la mujer
perfecta, siempre con una sonrisa en su cara, siempre planeando fiestas
aburridas, siempre manufacturando ridículos centros de mesa o tontas cortinas
para la cocina; siempre cambiando las cosas de sitio, siempre con su actitud de
princesa de cuento, tratando a su esposo como si fuera un príncipe. Alicia
nunca olvidará la cara de fastidio de su padre por las mañanas, cuando Rebeca
le servía el desayuno (dos huevos estrellados por ojos, con una sonrisa de
tocino) y le abrazaba con fuerza, le daba un sonoro beso en la mejilla y le
repetía lo mucho que le amaba.
–¡La corbata! ¡Me arrugas
la corbata, carajo!
Sí, es verdad, Rebeca era
fastidiosa, pero aun así la echaba un poco de menos. Sólo un poco. Esos
panqueques con ración extra de miel y fresas, por ejemplo, ya no volverían. Dominica
le dijo que ese sentimiento de añoranza que sentía hacia su madre era natural, propio
de la condición humana, pero que pronto desaparecería. Lo único que tenía que
hacer para dejar de extrañarla era recordar todas las cosas malas sobre ella.
Eso era fácil. ¿Por dónde
empezar? Claro, su afición por participar en todas y cada una de las
actividades de padres de familia del colegio; los bochornosos abrazos de
despedida frente a la escuela; la
manera en que la vestía y arreglaba, con vestidos tontos, como si fuera una
muñeca; ese ridículo disfraz de hada madrina que Rebeca usaba cada Halloween
(vestido blanco, corona y una varita mágica con una estrella en la punta); su
insistencia en cantar villancicos en Noche Buena, aunque no hubiera nadie que
los escuchara; la idiotez de intercambiar entre ellos mismos cartas de San
Valentín… etcétera. Pero por mucho que le hastiaba la ñoña de antes, detestaba
infinitamente más a la quejica que vino después. Todo era negro, todo era malo,
todo le pasaba a ella. El dinero escaseaba y muy apenas podía costear la casa a
la que se habían mudado en aquella nueva zona residencial. Pero todo fuera por
no permanecer un minuto más en la casa de los mil recuerdos, el hogar donde se
suponía que vivirían felices por siempre.
–Tu papá es un cerdo –le
dijo una vez Rebeca con esa voz chistosa que hacía cuando tomaba vino. –Siempre
le di todo, siempre lo complací. ¡En todo!... El muy degenerado. Y mira lo que me
hizo, dejarme por una adolescente estúpida que bien podría ser su hija. Es una
injusticia, sabes; los hombres se ven más interesantes a los cuarenta y nosotras
cada vez más marchitas. Mi error fue haber sido tan buena esposa. No seas buena,
Alicia; las buenas siempre pierden, nunca lo olvides. Las perras se comen toda
la carne. Nunca esperes tu turno, Alicia, empuja a los demás y toma tu porción
de felicidad; golpea, araña, arrebátale a alguien lo suyo si es necesario,
sácale los ojos. Así es como se hacen las cosas en la vida... Pero sobre todo,
cuídate de enamorarte de cerdos como tu padre.
La verdad era que Alicia
no le guardaba rencor a su padre por irse. Tal vez sólo un poco. Pero entendía
que no era feliz, entendía que esas cosas pasan, entendía que todo cambia.
Entendía que su madre era un cadillo entre las nalgas.
–Eres muy sabia para tu
edad –le dijo Dominica en una ocasión. –Otra prueba de que no eres una niña
normal.
Antes del accidente de
Rebeca, Alicia no podía dejar de sentir algo de tristeza por ella. Le
apesadumbraba lo trágico de su existencia y lo inevitable que parecía su
destino de quedarse sola. Primero su esposo y ahora su hija la abandonarían.
Era claro que no iba a dejarla ir así como así, por eso Alicia entendió que su
maestra tenía razón: su madre debía morir.
Visitar la casa de la
bruja durante los días siguientes a su primera entrevista con ella no fue un
problema, pues Rebeca dormía toda la tarde después del trabajo y no se enteraba
de nada. Después del accidente, fue incluso más sencillo; a veces Alicia pasaba
todo el día con su maestra y volvía por las noches. Había perdido todo miedo al
bosque, pues se sabía protegida.
En el sótano de la casa de
Dominica, tan lleno de telarañas y cachivaches como la planta alta, la bruja
tenía su gran caldero donde preparaba las pociones mágicas. El reducido espacio
era iluminado por infinidad de veladoras negras y las paredes estaban repletas
de repisas con centenares de frascos con contenían ingredientes como colas de
lagartija, ojos de rana, corazones de cuervo, y por su puesto diversas hierbas
y raíces, como ruda, mandrágora y belladona.
Alicia nunca olvidará la
noche en que realizó su primer hechizo, aquel con el que se liberó de su madre
para siempre.
Lo primero fue preparar
una pócima. La niña tomó asiento en un viejo sillón, a un lado de un extraño
esqueleto que parecía humano, pero tenía hocico, y observó atenta a su maestra
lanzar conjuros sobre la mezcla que agitaba con un retorcido báculo. A un lado
de la anciana, sobre una mesa, arrogante como siempre, estaba su fiel amigo
Lucifer, que nunca perdió de vista a la niña. Dominica le pidió que le
alcanzara los ingredientes de los estantes; en ocasiones le dijo que vaciara el
contenido de los frascos sobre el caldero y repitiera algunas extrañas rimas.
Cada que la pócima reaccionaba con un pequeña explosión, sonaba la estridente
risa de su maestra.
Después vino la parte más
extraña. Los vapores de la pócima, explicó Dominica, servían para atraer a los
demonios, los nigromantes que harían el trabajo; lo siguiente era pedirles que
lo hicieran. El precio siempre es sangre, le dijo. Sacrificio.
Alicia tuvo que beber de
un elixir mágico que la hizo sentir muy rara y luego quitarse la ropa. Debía
permanecer hincada en el centro de una estrella que Dominica dibujó en el piso,
rodeada de velas negras; después debió repetir algunas bizarras palabras que
había en un libro que su maestra sostenía. Por último tuvo que hacerse una
herida en la mano con una extraña daga y chorrear sangre sobre una prenda de su
madre. No le costó mucho hacerse la herida, apenas le dolió.
–Ahora eres una bruja –le
dijo Dominica.
El accidente ocurrió al
día siguiente.
Rebeca salía de trabajar,
conducía distraída como siempre, absorta en sus tristezas. ¿Fue la distracción
lo que hizo que no se percatara de que la luz del semáforo era roja, o es que
ella la vio verde por un acto de magia? Alicia jamás lo sabría.
Nunca imaginó que llegaría
a extrañar a su madre y contemplando aquella cama vacía, perfectamente tendida,
tuvo que admitir que quizá la echaba de menos un poquito más de lo que admitía.
–Ya me voy, mi amor –dijo
de pronto la voz de Rebeca a su espalda, sacándola de su meditación. Jamás
pensó que un “mi amor” pudiera sonar tan frío y menos en boca de aquella mujer;
aún ahora, tras varios días desde el hechizo, la gélida mirada de Rebeca le
aterraba.
El olor a perfume era
intenso; maquillada y con aquella ropa juvenil, Rebeca parecía diez años más
joven. Era bonita. Su castaña melena (que en ocasiones Alicia deseaba haber
heredado, en lugar del negro azabache de su padre) lucía radiante y sus labios
aparentaban más carnosos en ese color rojo intenso que nunca le había visto
usar.
–No me esperes despierta,
Alicia, llegaré tarde. Te veré por la mañana. –Rebeca le dedicó una falsa
sonrisa.
La mentira apesta a leche
pasada.
La mujer que había sido su
madre durante doce años tomó su bolso y sin dedicarle una última mirada salió
por la puerta principal de la casa. Afuera se escuchaba el murmullo de un motor
en marcha que pronto fue sustituido por el rugido de una motocicleta alejándose
y finalmente por un silencio sepulcral. Alicia sabía que Rebeca se fue para no
volver jamás.
¿La luz del semáforo
estaba en rojo o en verde? No importa, el caso es que Rebeca no hizo alto y al
atravesar la calle, un motociclista se estrelló contra su automóvil.
Afortunadamente, el tipo no venía tan de prisa y el golpe no tuvo mayores
consecuencias. Aun así, Rebeca lo llevó al hospital donde estuvo en observación
durante un día. En ningún momento ella se despegó de él. Era un hombre
extranjero, apenas un año mayor que ella, guapo, interesante, misterioso,
soltero. Un adinerado aventurero, un hombre de mundo; recorría en su
motocicleta lugares exóticos.
La radiante Rebeca volvió,
pero no para Alicia. Fue muy duro para la niña ver aquellos ojos extraños la
primera vez. Alicia comenzó a sentirse como una huésped indeseada en su propia
hogar; cada que se topaba casualmente con el rostro de la dueña de la casa, le
aterraba la indiferencia, desdén e incluso hastío que había en éste. A veces le
hablaba con aparente naturalidad, “ya está la cena, amor”, “es hora de ir a la
escuela, hija”, pero eran palabras mecánicas, vacías. Se acabaron, desde luego,
los panqueques y los incómodos abrazos afuera del colegio.
Rebeca comenzó a salir con
el hombre de la motocicleta y cada vez volvía más tarde, a veces hasta el día
siguiente. Alicia tuvo que aprender a cocinar y cuando finalmente se acabó la
despensa, tuvo que comer en la casa de su maestra.
Una noche despertó de una
terrible pesadilla en donde se veía a sí misma dentro de un caldero de bruja
con agua hirviente, mientras su maestra se reía a carcajadas. No había dolor en
el sueño, pero observaba su piel caerse derretida de sus huesos hasta quedar
hecha un esqueleto. No supo si gritó o no al despertar, pero nadie acudió a
consolarla. Lo único que escuchaba era el murmullo de conversación y risas en
algún lugar de la casa. Rebeca y su nuevo amigo se divertían. Aquella noche
lloró un poco. Sólo un poco. Lo último que recuerda haber visto antes de volver
a quedarse dormida fue la silueta de un gato recortada en la ventana. No supo
si fue sueño o realidad.
Había sido un proceso
doloroso, pero finalmente había llegado su fin. Su madre terminó de morir, se
había ido. A Dominica no le gustó que Alicia suplicara tanto por la vida de Rebeca.
Señaló que los sacrificios eran la mejor manera de jurar fidelidad al Príncipe
de las Tinieblas.
–Te voy a conceder esto,
niña, pero sólo por esta vez –había dicho la bruja –No debes ser buena, las
siempre buenas pierden, nunca lo olvides.
El hechizo funcionó, su
madre murió y Rebeca vive. Ahora es libre de amor materno y tiene la
oportunidad de hacer una nueva vida. Una parte de Alicia se sentía contenta por
esto. Ahora estaba lista para mudarse sin problemas a la casa de su maestra.
Estaba lista para iniciar su vida como bruja.
Fue hacia su habitación y
en una pequeña maleta depositó cambios de ropa y algunos de sus libros
favoritos. Sobre su cabeza colocó su viejo sombrero de bruja; era una gastada
baratija de plástico, pero por alguna razón le pareció apropiado usarla en ese
momento tan especial. Una vez en el marco de la entrada principal, dio una
última mirada a la casa, a su vida pasada, y finalmente cerró la puerta tras de
sí.
***
La noche era perfecta. Una amarillenta luna llena resplandecía majestuosamente entre delgados jirones de nubes grises. Bajo aquella luz, la antigua casa victoriana de tejado a dos aguas y techos cónicos, lucía más esplendorosa que nunca.
Una gran cantidad de autos
de lujo se congregaban en el patio y llegaban más desde un viejo camino que
atravesaba el bosque desde una carretera abandonada que ya no figura en los
mapas. A pesar de eso, la desviación hacia el camino permanecía oculta y sólo
aquellos que tenían previo conocimiento de ella, podían encontrarla.
En el interior de la casa,
en la estancia principal, un grupo de hombres y mujeres, todos vestidos con
túnicas negras, charlaban amenamente mientras bebían vino o champaña y degustaban
bocadillos de caviar y paté de oca. En el centro de este recinto impecablemente
aseado y amueblado con buen gusto, sobre el suelo se dibujaba un gran
pentagrama con una vela negra en cada una de sus puntas. En la pared, el
imponente retrato de Baphomet, una criatura con cuerpo de hombre, cabeza de
macho cabrío y alas negras, contemplaba la escena con aspecto señorial.
Recibiendo a los asistentes
en la puerta principal de la casa se encontraba Dominica, quien sonrió al ver
arribar a su invitado más especial.
El obeso hombre maduro de
semblante severo y barba de candado llegó hasta la puerta y extendió la mano
para que Dominica pudiera besarla.
–Bienvenido, maestre –dijo
ella con respeto. La mirada del hombre recorrió el cuerpo de la anfitriona.
Pensó que aún lucía muy bien para su edad, y entallada en aquel vestido negro,
su cuerpo parecía el de una mujer de cuarenta o incluso treinta años. Su largo
cabello negro enmarcaba un rostro que, aunque con razonables arrugas, aún era
jovial y hermoso. La nariz respingada, sus ojos negros tan llenos de
inteligencia y su boca delicada. El hombre tuvo de improviso un vivo recuerdo
de otro tiempo, cuando Dominica era una adolescente y él disfrutó plenamente de
ella. No veía el momento en que la fiesta comenzara para dar rienda suelta a
sus profundos deseos.
–Dominica, debo decirte
que no estoy muy seguro de esto –dijo él hombre obeso encendiendo un cigarrillo.
–Me refiero a esta casa. Ya no es el sitio aislado de antes. Me preocupa ese
suburbio. Está demasiado cerca.
–Todo está bien, maestre
–respondió ella con seriedad. –No tendremos ningún problema. Además, después de
esta noche todo cambiará. Luego de tantos años, me parece correcto, o simbólico
si lo prefiere, que la última ceremonia se desarrollase aquí. Ya hablaremos después sobre dónde nos
reuniremos en el futuro.
–Insisto, no me gusta.
Pero confío en tu juicio. No habrías convocado de no tener todo bajo control. Y
a propósito, ¿estás segura de tu hallazgo?
–Sí, maestre, beberemos
sangre de bruja virgen, comeremos su carne. Su corazón será un precioso regalo
para nuestro Señor. Todo está listo para la ceremonia.
–¿Quién es la número
doce?
–Ya la conocerás.
–¿Estás completamente
segura de ella?
–Sí, será nuestra hermana
incondicional. Desea lo mismo que nosotros.
–Siempre has tenido el don
de ver dentro de la gente, de saber lo que desean. Espero que ese don tuyo no
nos falle ahora, en un momento tan importante. Tengo toda mi confianza puesta
en ti, Dominica. Espero, por tu propio bien, que esto funcione, el riesgo es
mucho.
–Así será, maestre.
El hombre acarició con
afecto el rostro de su compañera y se dispuso entrar en la casa. Sin embargo,
algo vino a su mente y retrocedió.
–Otra cosa, Dominica, y
esta vez te hablo como Raúl.
–Dime, Raúl.
–¿Qué has pensado sobre el
papel que te ofrecí?
–Sabes lo mucho que me
entristece que me ofrezcas papeles de anciana. Pero adoro a Shakespeare y tú
eres muy buen director. Seguramente será un éxito. Además ya he estado
practicando.
–Perfecto, ya hablaremos
más a fondo después de la ceremonia.
El hombre finalmente entró
a la casa y Dominica aprovechó para maldecirlo en silencio. Jamás osaría
siquiera pensar de forma negativa sobre el maestre, pero Raúl era un imbécil.
La sonrisa volvió a su rostro cuando arribó la motocicleta de Gustavo y su
bella acompañante. Le parecía que hacían buena pareja.
Saludó al atractivo hombre
con un amigable beso en los labios. A la hermosa mujer de pelo castaño la tomó
por las manos.
–¿Has visto el noticiero
esta mañana? –preguntó Dominica.
–¡Sí! Estoy feliz de que
el cerdo esté muerto. –respondió la amiga de Gustavo.
–Lo tenía merecido. Y dime
¿estás lista?
–¡Sí! ¡Lo estoy!
–¡Perfecto! Tu iniciación
será lo primero, después vendrá la ceremonia. ¿Estás segura de que estarás bien?
¿Tu pequeño corazón no te dará una apuñalada por la espalda, o sí?
–No será así, estoy lista,
estoy segura. Jamás había estado tan segura de nada en mi vida.
Mientras hablaba, sus hermosos
ojos avellanados sedujeron a Dominica, quien no veía la hora en que comenzara la
fiesta para dar rienda suelta a sus más profundos deseos.
Todo un homenaje a la literatura clásica de brujas, pero con frases y giros argumentales que lo hacen ver como tuyo.
ResponderBorrarComo siempre, una prosa impecable.
Un saludo.
Gracias, Federico por tu comentario. Era esa la idea, un tributo a esos cuentos infantiles que luego resultan más oscuros que los de horror. Saludos.
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