Ha transcurrido casi un mes desde mi encuentro con la bestia y aunque juré no hablar jamás de aquel terrible acontecimiento, mi sentimiento de culpa es tal que no puedo contenerme de al menos vaciar en papel aquel lamentable hecho.
Nadie me creería de todos
modos, si acaso me atreviera a buscar un confesor de carne y hueso. Ninguno de
mis hermanos siquiera me dejaría terminar mi historia antes de echarme del
confesorio y probablemente llamar a la policía. Ni siquiera puedo llamarlos hermanos
ahora; el camino de la sotana ha quedado sellado para siempre en mi vida. He
abochornado a la madre Iglesia con la mancha del delito y eso no me será
perdonado jamás, sin importar nada de lo pueda decir a mi favor. Sin importar
que soy inocente.
Nadie creerá jamás la
increíble verdad.
La nota periodística del
sacerdote prófugo de la justicia ha dejado de ser material de portada en los
diarios hace ya varios días; aun así, no me siento con la seguridad de salir al
exterior. Un antiguo feligrés, un reincidente y siempre perdonado ladrón,
me ha dado asilo en su humilde hogar. Él cree que soy culpable y no he tratado
de decirle lo contrario, ni pienso hacerlo. Qué Dios lo bendiga.
Sé que no puedo permanecer
mucho tiempo más aquí, pues además de comprometer a mi benefactor, no he hecho
más que mermar sus ya de por sí escasos bienes. Por eso escribo estas líneas,
para que en caso de ser capturado cuando finalmente salga de mi encierro, tener
ya lista y por escrito mi versión de la historia.
Don Venustiano, a quien ya
todos conocen, solía ser un fiel católico. El señor y su esposa, cuyos hijos
hacía mucho habían volado del nido, no sólo eran asiduos a misa, sino también
entusiastas altruistas.
Al menos así fue hasta que
el demonio posó los ojos sobre este ejemplar hogar.
En un principio pensé que
Don Venustiano podría estar enfermo, pues no se me ocurría otra razón para que
el hombre dejara de asistir a misa. Sin embargo, Doña Rosa, su mujer, me aclaró
que no era así, sino que simplemente su marido prefería quedarse en casa
leyendo.
Esa respuesta no me
satisfizo, pues no me parecía una conducta natural. Exigí saber qué libro podía
ser más importante que la palabra divina y por qué no podía esperar para
otro día. La mujer, con un dejo de fastidio, me explicó que Venustiano leía un
viejo libro que le había prestado un hombre que recientemente había conocido y
al que visitaba a veces por las noches.
Le pregunté si acaso Don
Venustiano se iba de parranda con aquel hombre y si se había entregado al vicio
de la bebida, a lo que me respondió que no. Su esposo llegaba a veces a altas
horas de la noche, pero no ebrio o siquiera oliendo a alcohol.
Del hombre a quien su marido
visitaba, la mujer no pudo darme gran descripción, salvo que era de apariencia
indígena y vestía de manera excéntrica.
De momento, el asunto no me
inquietó y opté de por dejar el tema.
Fue algunos meses después
que noté los hematomas en los tobillos y brazos de Doña Rosa. La primera vez,
le concedí el beneficio de la duda, pero a la segunda decidí abordarla de
inmediato, luego de misa, para cuestionarla sobre aquellas magulladuras. Cabe
mencionar que hacía varias semanas que la mujer no iba a confesarse, lo que no
hizo más que reforzar mis sospechas.
Como es natural, en un
principio se resistió a hablar del tema, no obstante cuando le pregunté
abiertamente si era víctima de agresiones, no se atrevió a mentirme. Dijo que
me contaría todo, siempre y cuando fuera en el confesorio y así ocurrió.
–Sí, padre, fue Venustiano
–me dijo– Ha cambiado. Ese hombre lo ha cambiado.
Con profunda tristeza
escuché una historia que es muy común entre los matrimonios jóvenes, pero rara
entre los de muchos años. Doña Rosa describió a su marido como un extraño que
había arribado su casa, como un impostor que había tomado el lugar de su eterno
amado. Incluso llegó a sugerir que se trataba de un demonio en la piel de su
esposo.
Comenzó con mal humor
constante. Don Venustiano, que no era propenso a maldecir, comenzó a lanzar
improperios a la menor provocación; si la comida estaba fría, si su periódico y
café no estaban puntuales sobre la mesa cuando él despertaba y cosas por el
estilo.
–Parecía que buscaba
pretextos para quejarse de todo lo que yo hacía –dijo Doña Rosa –Parecía que de
pronto estaba fastidiado de mí.
No pasó mucho tiempo antes
de que Don Venustiano decidiera dejar de compartir el lecho con su esposa y se
instalara en la que antaño fuera la habitación de uno de sus hijos. Después,
como era de esperarse, vinieron las agresiones verbales y psicológicas. La
llamaba gorda, vieja, inútil y demás insultos. Parecía que cuando no estaba
atormentando a la pobre mujer, estaba sumergido en la lectura del extraño libro
prestado, o bien, fuera de casa, con su nuevo amigo.
Los golpes iniciaron cuando
la mujer respondió en una ocasión a uno de sus insultos. A partir de entonces,
bastaba el menor de los pretextos para propinarle puñetazos en los brazos o
patadas en los tobillos. Y lo peor. Sin dar explicación alguna, el hombre
prohibió prepotentemente a la mujer rezar en la casa y retiró de las paredes y
muebles toda imagen religiosa. Incluso le quitó cruces, rosarios y
escapularios.
Por mucho que me indignó
escuchar el relato de la sufrida mujer, que para el final de su historia
lloraba abiertamente, no podía yo hacer nada al respeto, pues me ataba el deber
sagrado de guardar en secreto lo confesado. Sin embargo la insté enérgicamente
a entablar una denuncia ante la autoridad correspondiente.
Hace algunas semanas, los
periódicos del pueblo y algunos de circulación nacional, explotaron con
morbosidad la noticia de un pobre anciano víctima de un criminal y escrupuloso
sacerdote, sin embargo, nadie mencionó que meses antes, la esposa del pobre
anciano había desaparecido en circunstancias poco claras.
Poco después de que Doña
Rosa me confesara el martirio que vivía, Don Venustiano acudió a la Policía
para denunciar a su mujer por abandono de hogar. De acuerdo al testimonio del
vetusto, la mujer, tras una discusión marital, empacó una maleta con algunas de
sus pertenencias, subió al viejo automóvil propiedad de él y se fue sin que
hombre pudiera hacer nada para detenerla debido a los achaques de su avanzada
edad.
De más está decir que a la
fecha no se ha localizado ni el automóvil ni a Doña Rosa; supongo que la
investigación sigue abierta.
Por supuesto no tenía
pruebas, pero intuía, o mejor dicho, sabía, que algo terrible había sucedido.
Algo que involucraba a fuerzas malignas y que por tanto era mi obligación
interceder. Y es que Doña Rosa me contó otras cosas aquella tarde en el
confesorio.
Para empezar, me habló más a
fondo sobre el misterioso amigo de Don Venustiano. Un sujeto cuyo nombre ella
no lograba recordar por lo complicado de su pronunciación. Se trataba, como
dije antes, el hombre de aspecto indígena, pero más que eso era un brujo.
Don Venustiano sufría, como
muchos a su edad, de dolores reumáticos y otras molestias, cuyo tratamiento
médico especializado resultaba ser muy costoso para él. Por ese motivo, buscaba
siempre quién pudiera ofrecerle alguna alternativa más económica; un remedio
casero, algún elixir o pomada milagrosa de factura naturista.
Fue así que alguien le habló
de un talentoso chamán que ofrecía masajes curativos. Se trataba de un
descendiente, tal vez puro, de los aborígenes de la región, que vivía en una
pequeña cabaña en las afueras del pueblo, en los lindes del bosque.
La recomendación vino con
una advertencia: es poca la gente que ha tratado con él, pues tiene fama de
haber hecho trato con el Diablo; tiene fama de nahual, de hombre bestia. Cabe
mencionar que si bien la leyenda del nahual, palabra náhuatl que significa “lo
interior” o “lo oculto”, se extiende por todo México, en la zona norte, donde
habitamos, tiende a fusionarse con las creencias cristianas y las de las etnias
locales como los kikapú. En esencia, la tradición es la misma: un brujo con la
capacidad de trasmutar en algo más, por lo regular, en una bestia. La versión
mexicana del hombre lobo, podría decirse.
Pese a la inquietante
advertencia, Venustiano decidió recurrir al chamán, pues era mucho el dolor que
sufría y resultó que, en efecto, el curandero lo alivió con sus masajes
sanadores. A Doña Rosa no le había gustado que su marido se atendiera con una
persona de tal fama, pero menos le gustaba verlo sufrir, así que no dijo nada
al respecto.
Desde aquel momento, Don
Venustiano comenzó a frecuentar al brujo con regularidad. Cuando su mujer le
preguntó cuántos masajes más debía recibir para terminar con su padecimiento,
él le respondió que debía recibirlos por el resto de su vida para evitar que el
dolor volviera. Y cuando ella lo cuestionó sobre cuánto cobraba el brujo por el
servicio y sí podrían pagarlo, él le respondió: “por eso no te preocupes”.
Como ya he dicho, aquella
amistad probó ser malsana y derivó en el cambio drástico de personalidad del
otrora fiel feligrés y generoso altruista. Además de retirar todas las imágenes
religiosas de su casa, Don Venustiano comenzó a adoptar las costumbres paganas
de su sanador, a utilizar amuletos extraños y leer indecentes libros sobre
sabrá Dios qué horrores.
Pero lo que más inquietaba a
la mujer era que, si bien la mayoría de las veces su marido llegaba a casa al
caer la noche, había ocasiones en no volvía sino hasta el día siguiente por la
mañana. Una vez, incluso, había llegado completamente desnudo. Aquellas
escapadas nocturnas sucedían al menos una vez por mes, señaló.
Más tarde, me enteré por
chismes de la congregación, que el brujo se había alojado en la propia casa de
Don Venustiano. Esto naturalmente desató mi indignación, pues apenas había
transcurrido poco más de una semana de la desaparición de Doña Rosa y me
parecía una desfachatez; fue entonces que determiné ir personalmente a hablar
con ellos.
Para mi desagrado, fue
precisamente el brujo quien me recibió en la casa, pues Venustiano había
salido. Desde el primer momento en que lo vi, pude sentir la mala vibra de la
maldad y en su cínica sonrisa, adornada vulgarmente con un diente de oro, pude
vislumbrar al demonio del engaño.
Como si fuera su propia
casa, me invitó a entrar, pero fue sólo para dejarme ver hasta qué punto su
influencia se había adueñado de aquel hogar, alguna vez cristiano. El lugar
estaba sucio, descuidado y hedía a múltiples hierbas e inciensos; en los
sillones y algunos muebles, había revistas pornográficas donde aparecían
exuberantes mujeres de voluminosos senos, de centellantes pezones y
estimulantes caderas; agentes del pecado que podían hacerte desvariar con sus
hipnotizantes ojos y sugestivas bocas; ninfas infernales que exhibían, cual
juguete, la parte divina cuya función era dar la vida. El
horror...
Pero eso no era lo peor. El
muy hereje había tenido el atrevimiento de montar un horroroso altar dedicado a
algún ídolo malévolo desconocido para mí. Y sobre una mesa, en plena estancia
principal, había varios objetos y libros que sin duda tenían el propósito de
invocar a deidades malignas. Brujería, ni más ni menos. Y no sólo propia de la
etnia a la que pertenecía el despreciable sujeto, sino también aquella que
rendía pleitesía a entidades oscuras conocidas y temidas por todos los
cristianos.
En algún momento tuve la
esperanza de que se tratase de algún charlatán, pero descubrí con terror que no
era así. Aquel hombre siniestro era sin lugar a dudas un emisario del mismísimo
Satanás y por la corta conversación que tuve con él, puede apreciar que se
trataba además de una persona inteligente, ilustrada y con talento en el uso de
la palabra.
Debo decir que en ningún
momento fue grosero conmigo sino todo lo contrario. Amable, cortes, atento;
toda una serpiente. Con gran descaro intentó hablarme de su herética religión y
quiso engañarme diciéndome que aquello no tenía nada que ver con Lucifer, sino
con fuerzas infinitamente más antiguas. Me habló de la libertad de culto y del
respeto al derecho ajeno; me habló de lo bien que Don Venustiano se sentía
desde que había aprendido a liberar a su criatura interna y de lo mucho que él
disfrutaba su compañía. Habló de transformación. Aquella fue una palabra que
usó en varias ocasiones. Transformarse para ser libres.
–Todos tenemos un lado
sensible y otro salvaje que busca ser liberado –dijo el impío en algún momento.
Mientras hablaba, nunca dejó
de llamar mi atención un amuleto que pendía de su cuello. Se trataba de un
largo colmillo canino que por su tamaño no podía ser de otra cosa más que un
perro o lobo de gran tamaño o tal vez un oso.
–Perteneció a mi padre –me
dijo con una amplia sonrisa, dejando al descubierto nuevamente su detestable
diente de oro.
Fue en se momento que Don
Venustiano entró en la casa y pude ver que fue mucha su sorpresa y desagrado al
verme ahí. Le pedí que habláramos a solas, pero se negó rotundamente. Fue en
todo momento tajante y grosero. Apenas me miró a los ojos. Quise insistir, pero
cuando me levantó la voz y me corrió de su casa, me di cuenta de que no había
nada que hacer y volví derrotado a mi iglesia.
Aquello debió terminar ahí,
pero yo estaba determinado a expulsar a ese par de víboras del pueblo, de
alejar su ponzoñosa influencia de mi congregación; por eso insté a la
feligresía de no permitir que aquellas indeseables personas habitaran entre
ellos. Naturalmente hubo repercusiones.
Fue en aquel momento que
tuvo lugar el absurdo escándalo de la pornografía que tanto replicaron los
periódicos tiempo después. Don Venustiano tuvo el atrevimiento de acusarme de
haber robado una de las sucias revistas que había en su casa. Una infamia, por
su puesto.
Fue por chismes que me
enteré que Venustiano y el brujo no estaban siempre en la casa del primero,
sino que sus visitas a la cabaña en las afueras del pueblo seguían sucediendo
una vez al mes. No tardé mucho en darme cuenta que esta agenda mensual
correspondía precisamente a la noche de luna llena.
Eso que el lector, sin duda,
piensa ahora, también yo lo pensé. La evidencia era clara. Increíble, pero
clara. La leyenda del nahual tiene fuerte arraigo en el pueblo, incluso hay
registro de tragedias inexplicables en los archivos municipales.
Basta darse una vuelta por
la hemeroteca municipal para constatar que en la década de los 70 hubo varios
hallazgos de cuerpos destrozados, a medio devorar en lo profundo de las zonas
boscosas. La versión oficial siempre sostuvo que se trataba de animales
salvajes, pero la gente del pueblo contaba su propia historia.
Ahora mismo muchos de
ustedes han de pensar que estoy loco, que todo esto es una sarta de inventos
para justificar mi crimen. Pero juro que todo cuanto he dicho y diré a
continuación, es cierto.
Un artesano amigo mío me
hizo el favor de fundir mi crucifijo de plata para fabricarme seis balas que
bendije en un solemne ritual. Otro buen cristiano me proveyó con el revólver,
que también bendije. En las bolsas de mi saco guardé dos botellas de agua
bendita y mi biblia. Estaba listo.
Se preguntarán, seguramente,
porqué elegí precisamente la noche de luna llena para actuar, cuando, de ser
cierta mi sospecha, corría más peligro. La respuesta es muy simple, porque
aunque estaba muy seguro, necesitaba la certeza absoluta, requería verlo con
mis propios ojos antes de jalar el gatillo. No importaba el riesgo.
Aquella noche, el cielo
estaba encapotado y tuve problemas para hallar el camino hasta la cabaña del
nigromante. Naturalmente no quise llevar una lámpara que anunciara mi llegada.
A la distancia pude apreciar
que no había luz que saliera por las ventanas, sin embargo varios metros más
allá, en lo profundo del bosque, pude observar el débil, pero inconfundible
resplandor de una fogata. Hacia allá me dirigí.
Me quité los zapatos para no
hacer ruido al acercarme y amartillé el revólver a una distancia prudente para
que el sonido no me delatase. Conforme me fui acercando, un cuadro de horror se
hizo cada vez más nítido y yo levanté el arma, mientras que con la otra mano
apretaba con fuerza mi crucifijo.
En un claro, en cuyo centro
ardía una enorme fogata, se hallaba Don Venustiano, desnudo, atado de manos a
un poste clavado en el suelo. Recordaba a un esclavo a punto de ser castigado
con el látigo. En torno al fuego había efigies de diversos ídolos malignos y
alrededor de las brasas, en el suelo, habían sido trazadas extrañas figuras con
lo que parecía ser cal. Sin embargo no había rastros del brujo.
Quiso el destino, la mala
suerte o el mismo Diablo, que fuera precisamente en aquel momento cuando un
hueco en las nubes dejara al descubierto a la esplendorosa luna llena. Y es
aquí donde viene la parte más increíble de mi relato.
Al solo contacto de la luz
lunar, el cuerpo de Don Venustiano se puso rígido y un lamento de dolor escapó
de sus ancianos labios. Era claro que lo embargada un intenso dolor físico.
Para mí no había ninguna
duda de que el hombre se estaba transformando y levanté el arma. Aun así,
decidí esperar a que concluyera la metamorfosis.
Los gemidos del anciano
pronto se convirtieron en alaridos y estremeció mi piel un desagradable sonido
que no podía ser otra cosa que articulaciones y huesos transmutándose. Vi con horror
cómo el hombre aumentaba su estatura unos centímetros, al tiempo que su piel se
tensaba sobre su espalda. De la calva pecosa de Don Venustiano, comenzó a
brotar abundante cabello negro. Sus gritos se hicieron gradualmente más agudos.
La criatura frente a mí,
comenzó a tomar forma, mas no la forma esperada. Mi horror se transformó en
desconcierto. Bajé mi arma.
Nadie me creerá la increíble
verdad.
Si bien el viejo creció en
estatura, su cuerpo no se ensanchó, como anticipaba, sino todo lo contrario, se
volvió esbelto y delicado. La piel, antes arrugada y oscura, era ahora tersa,
clara y en apariencia suave. Las caderas se ensancharon, los glúteos se
inflaron.
La criatura no estaba
cubierta de vello, al contrario, el poco que tenía en pantorrillas y brazos
había caído y su cabello, ahora negro azabache, llegaba hasta la delgada
cintura. Si bien, “aquello” me daba la espalda, pude apreciar que del pecho, le
habían brotado senos de gran tamaño que se movían al ritmo de sus agónicos
espasmos de dolor.
Pronto, el sufrimiento
terminó. La transformación estaba completada. El revólver cayó al suelo, mi
mano soltó la cruz. Frente a mí, atada de manos a un poste clavado en el suelo,
había una hermosa ninfa desnuda. Don Venustiano se había vuelto Venus.
Morena, de prominentes
nalgas y voluminosos senos de oscuro pezón, la mujer estudió el paisaje a su
alrededor como si lo estuviera viendo por vez primera. Seguramente analizaba el
mundo desde una nueva perspectiva.
Reparó en mí. Un rostro
hermoso, puro, salvaje, expresivo, de ojos hipnóticos, me observó primero con
sorpresa, luego desprecio y finalmente alarma. Intentó desatarse, pero fue en
vano; sus bruscos movimientos no hacían más que balancear deliciosamente sus
generosos glúteos.
No fui yo.
No era yo en ese momento. Un
demonio me poseyó. Algo emergió de lo más profundo de mí ser, donde lejos de
toda presencia divina, habita mi imperfecta naturaleza humana.
No quiero entrar en
detalles. Sólo diré que fue brutal, sobrehumano. Jamás pensé que existiera tal
fuerza dentro de mí. Debo decir que no fue solo el hecho de la gran belleza de
mi presa, sino también su condición sumisa, atada al poste, lo que despertó en
mi un deseo que rayaba en lo insólito.
Y no fue sólo sexo, hubo
algo más. Aquella mujer representaba algo más que sólo carne, era el pecado
encarnado; la tentación; el mal. En resumen, todo lo que detesto; todo lo que
deseo destruir; toda la vergüenza de mi condición de hombre; todos mis
obstáculos para alcanzar la divinidad. Por eso la golpee. O cabría mejor decir,
por eso la molí a golpes, al tiempo que la violé.
Podría decirse que fue una
especie de paradoja catártica. Pues si bien, estaba pecando, también destruía y
humillaba al pecado mismo. Y al mismo tiempo, lo confieso, fue una experiencia
liberadora. Este fue mi encuentro con la bestia; con el monstruo; conmigo.
Aquella noche tuvo lugar más de una transformación.
La embriaguez carnal fue tal
que no recuerdo cuánto tiempo duró ni cómo llegué a mi propia cama, donde al
día siguiente desperté con el peor remordimiento de mi vida.
Lo que sigue, ya lo saben
todos. Don Venustiano en el hospital. Costillas, cadera y pómulos rotos.
Violación. El brujo dijo ser testigo del delito y justificó no haber
intervenido al ser amenazado con un arma de fuego. El revólver, por supuesto,
tenía mis huellas y el examen médico comprobó la agresión sexual.
Por su puesto, la
declaración del brujo no es más que una mentira. Como ya dije antes, él ni
siquiera estaba ahí. Aunque confieso que a veces, cuando evoco aquel momento,
creo recordar que vi algo en el bosque, unos pocos metros más allá de donde
llegaba la luz de la fogata. Se trataba de un destello, un brillo dorado. E
incluso, a veces, creo recordar que escuché una risilla burlona.
Los periódicos ubican como
la escena del crimen la cabaña del hechicero, por supuesto no mencionan nada
sobre la fogata. Cuando le preguntaron al brujo qué hacía un hombre anciano en
su domicilio a esas horas, el muy desvergonzado respondió que era su pareja
sentimental.
El propósito de este
escrito, si acaso llego a ser capturado, es explicar al mundo que soy inocente.
No del crimen de violación, pero sí de la ignominiosa condición de sodomita.
¿Qué vio el brujo en aquel
hombre anciano para elegirlo como su concubina? Nunca lo sabré de cierto, pero
tengo una teoría: De entre todos los posibles candidatos, hombres y mujeres, es
probable don Venustiano poseía a la criatura interna más hermosa.
Y hermosa era en verdad, que
me ha dejado marcado para el resto de mis días, pues apenas evoco aquella
figura y no puedo contener a mi mano de buscar el consuelo de Onán.
Mea culpa.
El giro que hiciste en este relato es muy bueno. Pasa de ser de terror clásico a ser astuto cuento de humor negro.
ResponderBorrarLa prosa está muy bien cuidada y lograste que se lea con soltura a pesar de haber metido numerosas descripciones. Me gustó mucho.
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