Había
llovido y el bosque estaba húmedo. Cada vez se internaba más, removiendo con
brusquedad las ramas que le estorbaban. Sus ojos recorrían frenéticos los
alrededores y ocasionalmente miraban al cielo. Sucedía el alba y el enorme
disco dorado que asomaba tímido por entre los picos de las montañas esparcía
erráticamente su oro sobre las copas de los árboles.
Gradualmente
su impaciencia se transformó en angustia y sus pasos se tornaron en trote.
Pocos segundos después, aquello se convirtió en una desmesurada carrera. Llamó
a gritos pero no obtuvo respuesta. Comenzó a sentir miedo. Gritó nuevamente,
esta vez con voz entrecortada, y una risilla juguetona le respondió a su
derecha. Su corazón se alivió.
Trepó
emocionado por una de las enormes raíces que ondulaban sobre la tierra,
provenientes de los gruesos árboles. A escasos diez metros de él, en un pequeño
claro, danzaba Selene, su novia, y como si fuera la primera vez que la veía,
exclamó impresionado ante la belleza de su cuerpo desnudo. Fue hacía ella,
despojándose de su ropa en el camino, y la rodeó cariñosamente con los brazos.
Más
que un claro, aquel lugar donde se hallaban era una cámara en medio de la
espesura, cuyas paredes eran conformadas por los toscos cuerpos de los árboles
y el techo compuesto de las ramas inferiores de éstos. Los rayos de luz que se
filtraban por entre el ramaje daban una iluminación verdosa y las incontables
goteras bañaban los cuerpos de los amantes. Selene siempre elegía buenos sitios
para sus encuentros.
Hicieron
el amor durante largo rato y varias veces. Y conversaron. Sobre ellos y sobre
ella. Estaban cansados de verse sólo una o dos veces a la semana; el resto del
tiempo él debía estar con su familia, haciendo su trabajo. Hicieron grandes
planes que nunca se llevarían a cabo. Ambos lo sabían, sin embargo disfrutaban
la fantasía.
Él
estaba profundamente enamorado y cada segundo que pasaba lo empleaba en
estudiar la perfecta anatomía de su novia: el rostro noble, los ojos grises y
sobre todo la piel nívea como la Luna. Escudriñaba cada detalle, sin
empalagarse nunca. Sólo se interrumpía esporádicamente para mirar al cielo y
vigilar la posición del sol.
Cuando
la tarde comenzó a envejecer ella lo instó a irse, sin embargo, como siempre,
él se rehusó; no era suficiente un sólo día para admirarla. Pronto, la luz
comenzó a menguar y Selene a suplicar, pero él insistió en quedarse un rato más.
Sólo hasta que las estrellas comenzaron a vislumbrarse y la angustia
ensombreció el rostro de la mujer, él accedió a retirarse. Ya había iniciado la
marcha cuando regresó a besarla una vez más e hizo lo mismo tres veces más
antes de finalmente irse.
A
su espalda, él alcanzó a oír los lastimosos lamentos de dolor que Selene emitía
y la forma en que éstos se hacían cada vez más graves hasta convertirse en
monstruosos gañidos, lo que le sirvió de señal para empezar a correr.
Empapado
en sudor y pensando que esta vez se había arriesgado demasiado, huía a grandes zancadas,
esquivando ágilmente los árboles y arbustos. No lejos de él se escuchaban los
bramidos de la bestia que había percibido su olor y lo buscaba.
La
única razón por la que deseaba salir vivo era para verla de nuevo.
Un relato emotivo que no se sale de tu género preferido.
ResponderBorrarMuy bueno, Carlo. Excelentes descripciones.
Precioso Carlo y tremendamente romántico. No me esperaba algo así ni por asomo, impresionante ese final. Eso es amor!!! Encantador. Un abrazo
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