En estos momentos de infantil ansiedad
en los que mi mayor ambición está a punto de hacerse realidad, evoco con júbilo
la primera vez que intenté suicidarme.
No odiaba mi vida. En lo absoluto.
Acaso me era indiferente. No lo hice porque estuviera deprimido o deseara
escapar. Lo hice porque quise. Porque pensé que estaba listo. Siempre dije que
no quería llegar a viejo, sino morir en mi mejor momento. Y aquel era mi mejor
momento… o eso pensaba entonces.
Hoy siento pena ajena por aquel
tipo que fui. Me da risa. No puedo evitar sonreír con agradable nostalgia al
evocar todos los preparativos que hice para mi gran cita con la Muerte. Para
empezar, era mi cumpleaños. Traté, de manera aproximada, que mi muerte
correspondiera con la hora de mi nacimiento. Mi madre siempre me dijo que había
nacido a las 11:30, pero yo siempre preferí decir que había nacido justo a las
12:00, a la medianoche. Bajo la luna llena. Soy una criatura nocturna.
Lograr mi propósito de morir justo
a esa hora no fue fácil de lograr por la forma en que decidí hacerlo: una
sobredosis de Valium. No tengo empacho en reconocer que pese a lo mucho que siempre
me atrajo la naturaleza del dolor y el sufrimiento; el caos y la miseria; la
violencia y la sangre; la oscuridad y lo oculto, siempre me disgustó el dolor.
Le temía, sería más justo decir. No me apena aceptar hoy que en aquel entonces no
tenía el valor para ahorcarme y mucho menos darme un tiro. Además me preocupaba,
y mucho, lo que sería mi imagen post mortem. Me horrorizaba la idea de terminar
como aquellos mazacotes de carne morada pendiendo de una viga, con obesa lengua
abultada asomando entre dos inflamados labios de aspecto anfibio.