Despierto. La luz es
enceguecedora y el dolor de cabeza, terrible. El estridente canto de un pájaro
taladra mis oídos. Mi cuerpo está adolorido, algo arde en mi pecho, tengo el
estómago revuelto.
¡Otra vez! Juré que esto
no iba a pasar otra vez. Los dientes del remordimiento se hunden con sadismo en
mi cerebro. ¿Por qué soy tan débil? En algún lugar de mi subconsciente escucho
una risa mordaz que se burla de mí; seguramente es la parte responsable de mi
ego diciéndome te lo dije.
Estoy desnudo en un lugar
desconocido. A un lado mío, un cuerpo me da la espalda. ¿Hombre, mujer?
Imposible saberlo, esa maraña de pelo rubio no me da mucha información.
¿Qué carajos hice anoche?
¿Cómo llegué aquí? ¿Quién es ésta o éste?
Intento erguirme, pero mis músculos están entumecidos. Todo me duele, la cabeza va a explotarme, desisto de moverme. Opto mejor por tratar de deducir dónde demonios estoy. Altos árboles se elevan a los lados, el sol de la mañana lastima mis ojos por entre las ramas de éstos; agua corriendo se escucha en algún lugar cercano. ¿El parque? No lo creo, no hay arroyos en el parque…
“El
río no está muy lejos de aquí, ¿no quieres dar un paso por la ribera?”
El recuerdo llegó de
golpe, alguien dijo eso recientemente. Tal vez la persona que está a mi lado.
Hago un nuevo esfuerzo por levantarme y esta vez lo consigo, pero el precio fue
un paseo por la Montaña Rusa y un doloroso ataque de vómito. Las arcadas me
ponen de rodillas y la emanación marrón que sale de mi boca cae hirviente sobre
mis manos que tiemblan al sostenerme.
De nuevo, desde algún
lugar de mi mente lacerada, alguien se mofa de mí, el ardor en mi pecho se
incrementa.
Con gran esfuerzo consigo
ponerme de pie, pero una serie de punzantes espasmos musculares me obligan a
volver a mi posición en el suelo. Mi mano cae sobre la de mi acompañante. Es
una mujer, deduzco por lo delicado de ésta y sus largas uñas pintadas de rojo.
“El
placer es todo mío…”
Eso lo dije yo y luego
besé esa mano. Ya viene. Empiezo a recordar. Casi lo tengo. Con mano trémula
tomo su hombro para hacerla voltear, pero es inútil, no la reconozco. Sin
embargo…
Mis ojos caen
instintivamente sobre los pedazos de tela escarlata esparcidos por doquier.
“Es
ella, la del vestido rojo, se llama Ángela”.
Eso lo dijo Pedro. La
niebla comienza a disiparse; a cuentagotas viene la información a mi memoria.
El cabrón de Pedro. Insistió tanto en que fuera a su fiesta de cumpleaños. “No vayas a faltar, te
tengo una buenísima sorpresa”, me dijo.
Yo deseaba ir, desde
luego, nunca me he perdido ninguna de sus fiestas. Es mi amigo, casi mi
hermano. Siempre vamos de cacería juntos, ya sea a los clubes nocturnos en
busca de mujeres, o en la espesura del bosque, en busca de ciervos. No soy muy
afecto a lo segundo, pero Pedro siempre insiste. La última vez no salió muy
bien, casi muero.
“Vamos,
no me puedes decir que no –insistió–, te aseguro que la sorpresa valdrá la pena. Es
una mamita de pelo rubio, bien chichona. Me costó mucho convencerla, pero es lo
menos que puedo hacer por ti luego de aquel incidente. Me siento culpable, tú
ni querías ir.
No me gustaba desairarlo,
pero tuve que negarme, era lo más responsable. “Ya
te lo dije, no podré asistir; esa noche me es imposible, tengo cosas que hacer”.
“¿Y
quién dijo que será hasta en la noche? Mi
fiesta empieza al mediodía y durará hasta la madrugada”. Tras decir eso, su sonrisa se amplió
cínicamente bajo sus lentes de sol en una expresión que parecía decir: soy el
rey de las putas fiestas.
Sí, ahora recuerdo.
Alguien prestó a Pedro una gran casa a las orillas de la ciudad, cerca del río.
Cuenta con una espaciosa alberca y un magnífico asador ideado para grandes
eventos. Mi amigo me presumió de haber comprado cinco cabritos y veinte botellas
de whisky. El flujo de cerveza, prometió, será inagotable. Además invitó a un
DJ amigo mutuo para amenizar el convite y él a su vez llevaría una
legión de buenas amiguitas. Sería cosa seria.
Puedo ir un rato, pensé.
Volveré a casa antes de anochecer, seré una persona responsable; no dejaré que
vuelva a ocurrirme lo de aquella noche nefasta. Pero soy débil… Es
ella, la del vestido rojo, se llama Ángela. El cabrón de Pedro.
Un nuevo torrente de
vómito marrón mana de mi boca. Destellos intermitentes aparecen en mi campo de
visión. Mi pecho pulsa, la risa bulle en mis oídos. El remordimiento, que
visualizo como un pequeño monstruo de afilados dientes, se ensaña con lo queda
de mi atrofiado cerebro.
Volteo hacia el bulto que
está a mi lado y siento el deseo de pedirle perdón. Quisiera recordar el rostro
de quien supongo es Ángela, pero no puedo y no ha quedado nada de éste como
para reconstruirlo o siquiera hacerme una idea de cómo fue. Donde estuvo su
semblante, ahora sólo hay un enorme hueco. De hecho, no ha quedado mucho de
ella en realidad, salvo su tronco que me da la espalda, la maraña de pelo rubio
sanguinolento y la mano, que por alguna razón dejé intacta.
Ha sido mi segunda noche
salvaje. Juré que no volvería a suceder, que iba encerrarme bajo llave cuando
llegara ese día del mes, pero soy débil. Ya no me cabe la menor duda de que estoy
maldito, dentro de mí habita un ser bestial, es su risa la que escucho se burla
de mí, ahora lo sé. Aquel animal que casi me mata no era un oso, por más que
Pedro insistiera en ello. La marca que dejó en mi pecho y que ahora punza
insidiosa, es prueba más que suficiente de ello. No entiendo por qué al
principio lo negué. Debí haber muerto aquella noche, pero Pedro, con todo y su
mala puntería, me salvó la vida. Tal vez si el monstruo hubiera caído muerto
frente a nosotros, en lugar de huir malherido, las cosas serían distintas ahora
mismo.
A lo lejos se escuchan
sirenas de los autos policiales. Comienzo a temer. ¿Qué más hice anoche?
¿Cuántos? ¿Quiénes? … ¡Pedro!
El dolor de cabeza
comienza a hacerse más fuerte, mis músculos palpitan, el mareo se vuelve
insoportable. Yo no bebo, pero imagino que algo parecido sienten por la mañana
los que lo hacen en exceso.
Decido volver a acostarme, me siento demasiado cansado para huir. Creo que esta vez no
tendré tanta suerte como la primera. Ahora me viene otro recuerdo de ella. No
de su rostro, sino de algo que dijo:
Qué
hermosa luna llena, ¿no crees?
¡Hola! te agradezco mucho que te hayas pasado por mi blog. El tuyo me ha encantado y ya me he hecho seguidor :D ¡Escribes muy bien y tus relatos enganchan mucho!
ResponderBorrar¡Un saludo y nos leemos!
Hola Carlo, creo que yo también tengo un ser bestial en mi interior, y que inconscientemente sale en luna llena. Me gusta como vas, poco a poco develando la situación de la rubia enmarañada hasta que el lector ve la totalidad de lo que ocurre tanto con ella como con mi alter ego.
ResponderBorrarAbrazos.
Gracias por el comentario Alejandra. Cuidado con la luna llena en ese caso.Saludos
BorrarMe has hecho reír en una parte y luego convertiste el cuento en un muy buen relato de terror.
ResponderBorrarEsta vez fue distinto el giro y la relación entre lo clásico y lo moderno, ese sello tuyo que manejás tan bien.
Me gustó mucho.
Gracias, Federico... me alegra que haya funcionado, pues en parte era de humor.
Borrarhe disfrutado tu texto Volvere sin lugar a dudas
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