La
palabra “irritante” queda descartada por insuficiente. Odioso. Funesto.
Nefasto. Nada alcanza para adjetivar al estridente sonido del reloj
despertador. A veces consigo despertar a las 5:59 de la mañana, justo antes de
que suene. Pero no hoy. Hoy me ha arrancado violentamente del cálido seno del
sueño. La añoranza que siento por el maternal abrazo es sólo comparable al
inmenso odio que profeso al insidioso pitido.
¿Pero
qué estaba haciendo? ¡Ah, sí! Estaba a punto de terminar mi ópera prima, ni más
ni menos; la mejor idea de mi vida. Ya se esfumó, por cierto. De seguro en esta
ocasión pude habérmela robado del fantástico país de Oniria y sin duda, de
haberlo conseguido, habría corrido a mi viejo estudio para empezar a
materializarla. Pero no. Se perdió para siempre y todo gracias a la puta
alarma.
Cómo
detesto las mañanas. Cómo detesto mi vida. Cada rostro en la oficina, la risa
troglodita de mi jefe, las conversaciones estúpidas en la cafetería. Son
vampiros que se alimentan de mi tiempo. Se trata de todo un complot en mi
contra para mantenerme alejado de mi viejo estudio, ése donde he abortado
tantas buenas ideas debido a la parsimonia con que realizo la labor de parto,
todo gracias a mi cronofágica labor como acólito en el templo de la mediocridad.
¿Existe algo peor que ser burócrata? Todo por un mísero salario, todo por la
triste y elemental necesidad de tener dónde dormir, qué comer, con quién coger…
e internet, claro está.
Recito
mi acostumbrada letanía de maldiciones mañaneras y descargo mi mano furiosa
contra la mesita junto a la cama. ¡Estúpido! El reloj despertador no está ahí;
tuve la fabulosa idea de cambiarlo de sitio precisamente para protegerlo de mi
ira matutina y para obligarme a ponerme en pie en lugar de sucumbir al seductor
canto de las sirenas y su canción “Cinco minutitos más” ¡Ah, y para colmo
es invierno! Quitarme las cobijas es como arrancarme la piel. ¿Por qué todo es
siempre tan perfecto cuando se trata de joderme la vida? ¿Quién orquesta esta
sinfonía de infortunio? ¿Quién sopla la flauta que atrae a las roedoras
calamidades?... ¿¡Quién!?
Entumido
por el frío, busco el reloj despertador entre el caos que es mi habitación.
Vivo literalmente en un basurero, pero mi horario de trabajo no me deja tiempo
para limpiar. ¿A quién engaño? Podría hacerlo por las tardes, es verdad, pero
también es cierto que cuando llego de un pesado día en la oficina, lo que menos
me apetece es limpiar mi departamento; además, muchas veces el trabajo me
acompaña a casa, pues a la insaciable máquina no le bastan ocho horas de mi
preciosa vida, siempre quiere más. Por otro lado, no gano lo suficiente para
costearme una sirvienta, así que… sucio se queda hasta nuevo aviso.
Encuentro
al fin el reloj despertador, inteligentemente escondido debajo de una caja de
comida china, y de un manotazo lo apago… O al menos eso intenté, pues el trasto
sigue sonando. Es tan cómico que reírme está de más. ¡El hijo de puta se
descompuso! Lo manipulo con exacerbación, buscando hacerlo callar, mientras su
agudo sonido escarba un orificio en mi cerebro. Nada. La porquería no se apaga.
¡Jódete! La arrojo contra la pared y estalla en mil pedazos.
Me
dispongo a continuar con mi asqueroso ritual diario, pero me detengo en seco.
¡Esto es imposible! Lentamente volteo hacia el suelo y con pasmo observo las
entrañas del reloj despertador esparcidas por el suelo. Algo frío trepa por mi
columna vertebral. Busco entre los restos el corazón del detestado artefacto,
el responsable del sonido enloquecedor, y lo encuentro, como era de esperarse,
inerte. Muerto. Mi inicial temor se convierte de inmediato en pánico. Mis manos
instintivamente tapan mis oídos, sólo para confirmar lo que ya intuía: es
inútil.
¿¡Pero
qué está pasando!? Corro despavorido, buscando huir de aquel martirio imposible
de ser; salgo de la habitación, salgo del departamento, salgo del edificio. La
gente me mira, pero no por mi ropa de dormir, sino por el terror en mi rostro.
Algunos incluso se hacen a un lado como quien deja pasar a un leproso. Estoy a
punto de gritar, de perder el control, pero aprieto bien los ojos y me propongo
relajarme y pensar en frío... ¡Hospital! ¡Claro, es una emergencia! Algo no
está funcionando como debiera y debo acudir a los profesionales.
Mientras
espero mi turno, en la sala de espera, las otras personas me observan con
disimulo. Algunos muestran mortificación; seguramente se preguntan si el hombre
en pijama, sudoroso, con cara de angustia y las manos en sus oídos, significará
un potencial peligro para ellos.
Sin
poder evitarlo, grito al médico mi problema y éste me pide que baje la voz.
Para decepción mía, después de revisarme me dice que todo está perfectamente
bien con mis oídos, que mi problema (si bien no se atreve a conjeturar) podría
tratarse de estrés, por lo que me aconseja visitar a un psiquiatra amigo suyo.
Sigo el consejo, pero el diagnóstico de su colega no es más alentador: se trata
de un caso insólito, dijo, nunca antes escuchado por él y me recomienda
altamente la confinación en un centro psiquiátrico.
Desesperanzado
camino hacia mi departamento. Desisto ya de taparme los oídos, no tiene caso.
En cambio procuro ir por las calles más transitadas, donde abundan los sonidos
de enojados cláxones, el bullicio urbano y taladros eléctricos dentro de
edificios en construcción. Sin embargo, pronto esos efímeros alivios quedan
atrás al llegar a mi hogar, donde no queda más que el insistente llamado del
teléfono. El mundo clama por mi presencia, cientos de documentos requieren de
mi revisión y firma. ¿Soy pieza esencial en el complejo engranaje de la
realidad? No. Pero el sistema parece estar convencido de que es mejor ocuparme
en cualquier cosa antes que dejarme entrar en mi viejo estudio.
Contesto
la llamada, invento una mentira y prometo estar en mi cubículo en menos de diez
minutos. Continuar con mi vida, como si nada ocurriera, como si todo estuviera
bien, es sólo un acto de desesperación.
Estar
en la oficina nunca ha sido tan detestable para mí, ni para los pobres
diablos a quienes atiendo, como hoy; nunca he hecho las cosas tan de mala gana
como hoy; nunca he gritado tanto como hoy; nunca he condenado a tantas almas al
infierno de trámites interminables e innecesarios como hoy. El odio por todo y
por todos nunca había punzado tanto en mis oídos, ni tan literalmente, como
hoy.
Tres
días sin dormir, cuatro psiquiatras, el mismo diagnóstico. Considero que
internarme en un manicomio podría al menos ser un cambio para variar, pero
también podría cerrarme la última puerta hacia la paz cuya llave acabo de
comprar en un Wal-Mart junto con una caja de municiones. Determino que una
decisión tan importante amerita al menos de algunos tragos y no se me ocurre
sitio más pacífico y relajante que un antro de heavy metal donde busco ubicarme
lo más cercano posible a las bocinas.
En
medio del placentero estruendo, que si bien no logra apagar mi calamidad, sí me
ayuda a ignorarla, intento meditar sobre mi siguiente paso, sin embargo me
distrae el brillo de unos ojos que me buscan insistentemente. La guitarrista de
la banda sobre el escenario, una mujer madura de de piel morena y peinado
punk, me observa como si fuera un familiar al que no ha visto en décadas. Más
que su atractiva figura, me intriga su interés en mí, por lo que decido esperar
a que termine el espectáculo para abordarla.
–Sé
lo que tienes –me dice la guitarrista punk tras dar un largo trago a una
botella de vodka. –Esa cara tuya le he visto antes; es la misma que estuvo en
mi espejo por años.
–¿Qué
debo hacer? –pregunto esperanzado.
–Toda
mi vida quise ser guitarrista de metal; desde niña me apasiona. Me hubiera
gustado haber estudiado música, pero mi padre me obligó a ser dentista como él.
Ejercí ese oficio durante mucho tiempo y no sabes cuánto me arrepiento de cada
minuto perdido...
La
historia de la mujer me maravilla. Mientras más habla, más identificado me
siento con ella. Finalmente agradezco sus consejos y salgo del bar con
dirección a mi departamento. En el camino, arrojo el arma recién comprada en un
bote de basura.
Al
entrar en mi hogar, veo con vergüenza el completo desorden en el que vivo y me
prometo que mañana mismo me pongo a limpiar a detalle cada rincón del lugar con
tanto esmero y dedicación como si se tratase de mi propio cuerpo, mi propia
conciencia, mi propia alma. Pero primero, lo primero:
La
entrada a mi viejo estudio está obstruida por una montaña de trabajo pendiente
de oficina, mohosas cajas de pizza y latas vacías de cerveza; derribo este muro
de una patada voladora y abro la puerta del polvoriento recinto repleto de
telarañas. Apenas entro en aquella abandonada habitación de mi casa y la alarma
del reloj despertador se apaga.
Voy a analizarlo por partes Carlo.
ResponderBorrarLo primerito, me ha encantado. Vaya forma de ir componiendo la historia. Puntazos de humor, los transformas a angustia común (no manches!!! como dicen aquí en México) y das unos giros brutales...
Me he sentido identificada cuando rompes el despertador porque yo lo hice una vez y quise (no tenía más que ese) componerlo de nuevo y funcionaba al revés y sobraban piezas. Me he reído un montón.
El giro de salir despavorido con esa locura......insuperable.
Otro giro con un personaje que me ha encantado, como tu ángel de la guarda. El hecho de que el protagonista haya visto un ángel en una chica punk con guitarra me ha estremecido y me ha provocado una lagrimita. Gracias, hablo por parte de las punk, por ver que también tenemos nuestros anhelos y nuestro corazoncito.
El final es impresionante. La solución del problema no la hubiera imaginado jamás.
Un fuerte abrazo, un besote...haces magia
Comparto
Gracias Ana Lía, por tu comentario. Me alegra te haya gustado y más aún que te hayas identificado. Por cierto, siento mucho lo de tu despertador .. ¡no manches! ¿neta lo tiraste?
BorrarVoy aprendiendo porque hay otro que tiene más énfasis que creo que es así: "No mames wey!!!"
BorrarY lo del despertador nada, lo bien que te quedas. Con poner la alarma a las 4 ya vas al compás.....
Me imaginé al personaje con su cara llena de angustia y su desesperación interior, existen situaciones, desde mi punto de vista, que ni los psiquiatras ni sus medicamentos o terapias podrían resolver, como solo nosotros lo haríamos, pero siempre hay alguien, una persona con la que podríamos identificarnos tanto, que, como en tu historia, podría ayudarnos a salir del hoyo profundo de la rutina, de la desidia.
ResponderBorrarGracias por tu comentario, Alejandra. Es verdad, a veces sólo nos hace falta en un pequeño empujón para despertar y buscar que lo que soñabas se vuelva realidad.
BorrarMuy bueno, Carlo.
ResponderBorrarMe has hecho sonreír desde el primer párrafo; pero más allá de los momentos de humor, es un cuento profundo que nos muestra que no hay que dejar de perseguir nuestros sueños o la rutina acabará por destruirnos.
Los ángeles se presentan en formas muy diversas, a tu protagonista se le presentó como un muchacha punk...
Excelente relato.