En estos momentos de infantil ansiedad
en los que mi mayor ambición está a punto de hacerse realidad, evoco con júbilo
la primera vez que intenté suicidarme.
No odiaba mi vida. En lo absoluto.
Acaso me era indiferente. No lo hice porque estuviera deprimido o deseara
escapar. Lo hice porque quise. Porque pensé que estaba listo. Siempre dije que
no quería llegar a viejo, sino morir en mi mejor momento. Y aquel era mi mejor
momento… o eso pensaba entonces.
Hoy siento pena ajena por aquel
tipo que fui. Me da risa. No puedo evitar sonreír con agradable nostalgia al
evocar todos los preparativos que hice para mi gran cita con la Muerte. Para
empezar, era mi cumpleaños. Traté, de manera aproximada, que mi muerte
correspondiera con la hora de mi nacimiento. Mi madre siempre me dijo que había
nacido a las 11:30, pero yo siempre preferí decir que había nacido justo a las
12:00, a la medianoche. Bajo la luna llena. Soy una criatura nocturna.
Lograr mi propósito de morir justo
a esa hora no fue fácil de lograr por la forma en que decidí hacerlo: una
sobredosis de Valium. No tengo empacho en reconocer que pese a lo mucho que siempre
me atrajo la naturaleza del dolor y el sufrimiento; el caos y la miseria; la
violencia y la sangre; la oscuridad y lo oculto, siempre me disgustó el dolor.
Le temía, sería más justo decir. No me apena aceptar hoy que en aquel entonces no
tenía el valor para ahorcarme y mucho menos darme un tiro. Además me preocupaba,
y mucho, lo que sería mi imagen post mortem. Me horrorizaba la idea de terminar
como aquellos mazacotes de carne morada pendiendo de una viga, con obesa lengua
abultada asomando entre dos inflamados labios de aspecto anfibio.
Un balazo, por otra parte, es una
moneda al aire. Aunque he visto infinidad de imágenes de afortunados suicidas con
un rictus estilizado, atractivo, bello incluso, donde la bala entra limpiamente
y su semblante refleja la paz tan anhelada; me he topado con otros no tan
afortunados que, o bien terminan con un grosero boquete en la cara, o bien
acaban en las posiciones más cómicas y humillantes. No podía quitarme de la
cabeza la idea de que esa fotografía aparecería en los tabloides amarillistas,
a la vista de todos. Tenía una reputación y una imagen que cuidar. Y más aún después
de mi muerte.
No fui famoso, no llegué a eso.
Oscuro Deseo, el grupo donde canté en mis mejores años, no pasó de tocar en los
antros locales. Sin embargo poseía una nutrida y leal legión de fans que aún
buscaban tomarse la fotografía a mi lado cuando se topaban conmigo en las
andanzas nocturnas. En ellos pensaba cuando decidí morir de una sobredosis
narcótica, planeando adoptar una romántica pose mortuoria, digna de un párrafo
del amado Poe. Y a ellos, a mis fans, dedico estas letras. No dejen de
compartir este blog en sus redes sociales, por favor.
Pero hablaba de los preparativos.
Prendí docenas de veladoras
distribuidas por toda la habitación, coloqué algunos inciensos con propiedades
relajantes y recopilé en una lista de reproducción lo que yo considero la
música más melancólica del planeta. Me reservo los nombres de los grupos que
conformaban la compilación, pues no quiero influenciar a ninguno de mis fans.
Uno debe elegir su propia música. Somos lo que oímos, no lo olviden.
Hacía años que no usaba alguno de
mis atuendos de Oscuro Deseo y fue triste descubrir que apenas me quedaba. Sin
embargo, una vez aplicado el maquillaje, me volvió el ánimo al ver que, con la
sola diferencia del cabello (irreparablemente dañado y con asomos de plata aquí
y allá), no lucía muy distinto a como se veía en aquellos tiempos.
La casa entera, única herencia de
mis abominables padres, había sido redecorada a mi imagen y semejanza; sin
embargo fue en una habitación (la de mis abominables padres) donde hice mayor
ahínco. Era de hecho un santuario reservado para momentos especiales. Siete
bombillos escarlata pendían del techo, siendo la única iluminación junto con
las veladoras en torno a los diversos ídolos que adoraba. Del techo también
colgaban algunos de mis juguetes favoritos, además de los adheridos a las
paredes negras y los distribuidos por el suelo rodeando el gran lecho, antes
paterno y luego destinado a todo lo inimaginable, menos a dormir. Aquella
habitación, donde fui concebido, era la ideal para abandonar este mundo. Todo era
perfecto.
El primer punto en la agenda de mi
larga lista de cosas por hacer en mi último día de vida era por supuesto sexo. Debía
ser una jornada de adoración a cada uno de los cinco sentidos y el sexo era
claramente la experiencia más significativa en toda mi sórdida existencia. Tal
vez mi único talento verdadero. Es decir, cantaba bien, pero no mejor de lo que
era en la cama.
No fue problema encontrar a dos
voluntarias dispuestas a satisfacer el último deseo de un hombre a punto de
morir. No sé si me creyeron cuando les conté mis planes y no importa. Una vez
tachado en mi lista este punto y habiendo despedido a las dos amables altruistas,
me dispuse a realizar los últimos preparativos.
Recuerdo que aquella noche,
mientras destapaba la botella de mi vino tinto favorito, que lubricaría mi
traspaso al otro mundo, pensé que Dios, o como sea que llamen a la deidad
suprema si creen en una, aprobaba mi plan, pues me obsequió como regalo de
despedida, o tal vez de cumpleaños, el mejor de los climas. A través de la
única ventana del cuarto se podía observar una hermosa luna llena en lo alto
del cielo estrellado, y en lontananza, la silueta de oscuros y rugientes
nubarrones, a ratos iluminados por eléctricos destellos. Tenía además una
espléndida vista del llano colindante a la casa. Nada del otro mundo, sólo un
pastizal y algunos arbustos, pero bajo la débil luz del cielo estrellado lucía
hermoso. Decidí abrir la ventana para respirar al aire electrificado.
Ingerí las primeras pastillas,
pasándolas con un trago de vino, al tiempo que leía mis versos favoritos (Igualmente
me reservo los nombres de los poetas. También somos lo que leemos) y al sentir
los primeros efectos narcotizantes me acosté en la cama. Quería estar listo
para adoptar la pose elegida y no caer desmallado sobre alguna vela y morir con
el cabello en llamas. Una vez en el
lecho, proseguí con la ingesta de Valium.
***
Cuando abrí los ojos la habitación
estaba a oscuras, salvo por la luz de la luna. El viento debió apagar todas las
velas. Mi vista estaba borrosa y lo primero que alcancé a distinguir fue la
silueta de alguien frente a la cama. Sentía algo parecido a la parálisis del
sueño, o como algunos lo llaman: “cuando se te sube el muerto”. Años de sufrir
este fenómeno, me habían enseñado a no resistirme, sino relajarme y no
desesperar.
Hedía a podredumbre. El
inconfundible aroma inundaba la habitación, mas no era desagradable. Todo lo
contrario. Era sexual. Mórbido. A ratos delicado como el sudor en los senos de
una fémina; a ratos vulgar como una vulva sangrante en tu nariz. De cualquier
manera era altamente estimulante.
La figura frente a mí se fue
aclarando poco a poco, pero no necesitaba verla para saber de quién se trataba.
Me encontraba ante la Muerte en persona y no era un esqueleto en lo absoluto,
sino una mujer desnuda, la más atractiva que jamás
hubiera visto en mi vida. La palidez antinatural de su piel distaba mucho de
lucir muerta, por el contrario,
parecía irradiar una fría luz azulada. Su cabello negro, lacio, escurría en una
extraño efecto parecido al acuarela sobre su pecho y cubría la mitad de sus
pequeños, pero bien formados senos carentes de pezones. Sus ojos, dos piezas de
obsidiana, sin pupilas o iris, parecían abismos de eterna vacuidad, donde nada
se reflejaba. Mi mirada bajó instintivamente hacia la zona pélvica, donde no sólo
no había vello, sino tampoco la mínima insinuación de una ranura o cavidad.
Como era lógico suponer, la entidad no podía otorgar vida, sólo quitarla.
Yo tenía la seguridad de que ante
su presencia, sentiría un profundo terror, no comparado a ninguno, algo que de
hecho ansiaba, pero por el contrario, lo que sentí fue una fuerte atracción
sexual de increíble intensidad. La palabra lujuria adquirió una nueva
dimensión; aquello era un ansia no de poseerla, sino de devorarla. Este
sentimiento venía acompañado además de una deliciosa certeza de que sería
correspondido.
Intenté moverme, mas fue inútil, la
parálisis del sueño seguía manifiesta. Comencé a experimentar ansiedad. La
mitad de una maliciosa sonrisa se dibujó en el hermoso rostro y extendiendo sus
brazos hacia mí, me invitó a tomarla. Comencé a sospechar y a temer que se
tratara todo de un castigo. Que la intención de la Muerte era seducirme de una
manera sobrenatural, sólo para sumirme después en la peor de las frustraciones.
Aquellos de ustedes que han sufrido
con regularidad la parálisis del sueño sabrán que es posible moverse, sólo que
conlleva un gran esfuerzo. Conseguí primero mover un brazo hacia arriba, en
dirección a Ella, y su mano asimismo se movió hacia la mía. Mantuve esta
posición unos segundos antes de volver a mi estado original en un literal
pestañeo. ¿Recuerdan esas mañanas antes de ir a la escuela, cuando soñaban que
se bañaban y alistaban, pero en realidad seguían acostados en sus camas? Bueno,
algo así.
Volví a repetir la acción y
doblando el esfuerzo alcancé a enderezar todo el torso. Esta vez, mis dos manos
estuvieron a punto de tocar las suyas antes de nuevamente retornar al punto de
inicio en una fracción de segundo. Decidí emprender otra táctica. Algo que ya
había hecho antes en experiencias oníricas similares. En lugar de erguirme, me
impulsé para caer de la cama. No llegué a tocar el suelo, sino que me mantuve
suspendido sobre él y usando mis manos comencé a reptar hacia donde ella se
encontraba. Estuve a punto de tocar uno de sus pies, cuando un traicionero
pestañeo me hizo retornar a mi posición original sobre la cama. Maldije interiormente
y pude ver que la sonrisa en ella había desaparecido. Su semblante rígido
parecía sugerir decepción.
Nuevamente me dejé caer de la cama,
esta vez con mayor esfuerzo, como si mis energías fueran menguando. Sin
embargo, no estaba dispuesto a quedarme con las ganas de siquiera tocar esa
piel. Repté como hice antes suspendido sobre el suelo, concentrándome en cada
impulso por no pestañear y al estar lo suficientemente cerca, estiré el brazo
hacia ella, pero aún faltaban unos centímetros más para alcanzarla. Finalmente
logré proyectarme hacia adelante con fuerza suficiente y alcancé a tocar con
las yemas su divino pie. Entonces volví a aparecer sobre el lecho.
Estuve a punto de maldecir, cuando
me di cuenta que ella estaba montada sobre mí, mirándome fijamente con una
sonrisa de orgullo. Lo había logrado. Me embargó un extraño e intenso
sentimiento, nunca antes experimentado, donde en mi interior sentía que todo,
absolutamente todo, era perfecto y bello. Y no sólo eso, sino que deseaba
proyectar este sentimiento hacia el exterior y manifestarlo de todas las
maneras posibles y estas posibilidades eran infinitas. Por alguna razón se me
ocurrió denominar a este sentimiento felicidad.
A esa distancia pude apreciar que
el resplandor azulado que parecía irradiar ella, no era ninguna ilusión óptica.
Tenía luz propia. Y su rostro… bueno, qué puedo decir de su rostro. Era
hermosa. Hermosa. Hermosa.
Al insólito deseo sexual se le sumó
algo más: Fervor. Devoción. Adoración. Amor. Era amor sin duda. Ahora lo sé. En
ese momento no lo supe porque era algo nuevo para mí. Pero hoy lo sé. Era amor.
Es amor.
La parálisis del sueño había
desaparecido; una recompensa por haberla alcanzado. Estiré mi mano para sentir
su faz. La piel, como lo imaginaba, era fría, pero no por eso desagradable. Mis
manos se movieron con avidez hacia su cadera, su espalda, sus pechos. Estudiaba
su anatomía con desesperación, mientras ella hacia lo propio. El olor a
podredumbre, que nunca fue más dulce, inundaba mis pulmones. Me erguí para que
ella pudiera retirar mi playera y aproveché para volver a recorrer su cuerpo,
esta vez con mis labios. Empecé de abajo hacia arriba, iniciando por el sitio
donde debería estar su sexo, pasando a su abdomen sin ombligo, deteniéndome un
momento en su cuello, para finalmente hacer contacto con su boca.
Su beso era absorbente, me robaba
el aliento. Sentía mi energía drenarse. Su lengua, una serpiente al ataque de
la lánguida oruga que era la mía. Decidí recuperar el dominio tomándola por las
nalgas, volviendo a su cuello, a sus senos. Sin embargo, mis movimientos eran
torpes, cansados, algo nada propio de mí. Fue en ese momento que sentí sus
manos bajar hasta mis pantalones para desabrocharlos. El calor que irradiaba de
mí cuerpo y la frialdad que emanaba del suyo, se mezclaban entre nosotros
deliciosamente.
Con algo parecido a la
desesperación, extrajo mi virilidad, que para entonces parecía tallada en madera
de roble. No sabía exactamente qué iba a suceder, puesto que ella no tenía nada
entre las piernas, pero no había desde luego nada parecido al pensamiento
lógico en ese momento.
Ambos asumimos una posición más
cómoda para el coito; ella abrió sus muslos y fue entonces que pude percatarme
de que algo comenzaba a suceder en la parte donde debería estar su sexo. Algo
estaba cambiando. Es una flor, fue lo primero que atiné a pensar en ese
momento. Es un botón abriéndose. Una flor hambrienta, palpitante, húmeda…
caliente. ¡Sí! ¡Caliente! Aquella cosa clamaba ser alimentada, me invitaba a
entrar, suplicaba. En esencia, aquello era una vagina, pero deforme. De sus
gruesos labios morados manaba una sustancia viscosa que, aunque en nada difería
del lubricante natural de cualquier mujer, por alguna razón me hizo pensar en
ectoplasma. Se contraía y dilataba en un movimiento succionante. Estaba viva. Parecía
una criatura independiente.
Sus heladas manos me tomaron por
las caderas para atraerme hacia ella, ansiosa de ser penetrada. Sólo una décima
de segundo mi cuerpo se resistió y sus ojos se abrieron amenazantes. Sólo una
décima de segundo dudé en entrar, pero apenas lo hice y me odié a mí mismo por
mi cobardía. No me atrevo a intentar describir el placer. No existen las
palabras y aunque existieran, no las compartiría con ustedes ni con nadie.
Me absorbía. Me comía. Mamaba de mi
sexo con el suyo. No me dejaba apartarme un centímetro; apenas lograba tomar
impulso para embestirla de nuevo. Algo se estaba yendo de mí; algo se vaciaba,
podía sentirlo. Perdía fuerza y ella exigía más; sus piernas atenazaban mi
cuerpo, exigían más potencia de la que yo era capaza de proporcionar. El
agotamiento era innegable, algo a lo que no estaba acostumbrado, pero estaba
determinado a dar lo mejor de mí, a demostrar de qué era capaz, a ejercer mi
mejor talento. Entonces me di cuenta que su piel ya no estaba del todo fría, ni
del todo pálida. Al voltear a verla a los ojos me percaté de que en medio de
aquella oscuridad infinita comenzaba a distinguirse un diminuto punto blanco,
no más grande que la punta de un alfiler. Supe entonces qué era lo que extraía
de mí; qué era aquello que absorbía con tanto anhelo de mi miembro: mi esencia,
mi espíritu.
No hubo hesitación. Estaba
dispuesto a dárselo todo; a dejarme comer por aquella mantis divina. ¿Acaso no
era eso lo que buscaba en primer lugar? ¿Entregarme a ella? Todo debió haber
acabado ahí, en ese perfecto momento. Pero fue entonces que ocurrió la
tragedia.
Antes de describirla, debo aclarar
una cosa. Mi vida sexual inició a muy temprana edad; tenía nueve cuando perdí
mi virginidad. Desde entonces infinidad de mujeres han pasado por mi lecho; no
sería exagerado decir que cientos. Y nunca, pero nunca, había tenido un
problema de erección hasta ese momento.
El placer de proporciones cósmicas
que estaba experimentando un momento atrás se transformó en vergüenza de
equitativa magnitud. Mis ojos tardaron varios segundos en reunir el valor para
cruzarse con los de ella. El abismo infinito nuevamente. ¿Aquel diminuto punto
blanco había sido cosa de mi imaginación? No. Había desaparecido. El escaso
calor que su anatomía había logrado reunir se evaporó. Tampoco había nada entre
sus piernas. La criatura, la flor, ya no estaba ahí. Sólo gélida piel
resplandeciente. En su rostro no había expresión alguna de reproche, pero yo
sabía lo mucho que la había decepcionado. Quise tocarla de nuevo, pero justo
cuando mis dedos estuvieron a punto de rozar su mejilla di un parpadeo y volví
a estar acostado en la cama mirando hacia el techo. La parálisis del sueño
nuevamente.
Desde mi postura en la almohada
recorrí con la mirada cada rincón de mi habitación, pero ella no estaba por
ningún lado. Estaba solo. Lloré amargamente por dentro. Tardé unos segundos en
darme cuenta de que mi cuarto había sido despojado de todos sus muebles, de los
bombillos, las veladoras, los ídolos; de todo, salvo la cama.
A través de la ventana alcancé a
ver que aún era de noche, pero no era una noche normal; el cielo nocturno lucía
una cantidad insólita de estrellas, algunas tan grandes, que más bien parecían
planetas. El silencio era total. Imposiblemente absoluto. No había viento, no
había fauna nocturna, los sonidos de la ciudad parecían ser cosa de miles de
años atrás.
Quise salir de ese trance y
nuevamente me concentré en dejarme caer de la cama. Con horror, descubrí que no
había suelo, sino un vacío absoluto en el que caí por tiempo incalculable.
***
Desperté.
Luz enceguecedora por todos lados.
Tubos salen de mis brazos. En la televisión empotrada en la pared, un programa
de televisión estúpido. Un hospital. Las pastillas fallaron.
Junto a la cama, Rebeca dormida en
un sillón, el rostro marcado por el llanto. La estúpida de Rebeca que nunca
entendió lo mucho que me repugnaba por su total ausencia de inteligencia; por
su servilismo ignominioso; por su eterna fe en mí.
Supe de inmediato que fue ella la
que me encontró en mi habitación, vio el frasco de pastillas y llamó a la
ambulancia. La estúpida de ella, siempre arruinándolo todo. Maldije la hora en
que le di la llave de mi casa. Maldije la hora en que posé la mirada en sus magníficas
nalgas y generosos pechos, lo único que tenía la pobre para ofrecer.
En ese momento, hacía casi un año
que había terminado con ella y si no había cambiado la cerradura era porque me
parecía un acto pusilánime. Sabía que el día que quisiera deshacerme de su
aburrida presencia para siempre, sólo tenía que despedazarla diciéndole lo que
realmente pensaba sobre ella. Significaba un juguete útil para aquellas noches de
pereza en que no tenía deseos de ir de cacería. Un encuentro casual. Dos veces
me sorprendió con otras mujeres y huyó herida, sollozando; a la tercera vez,
entendió y se unió a la fiesta. Sin embargo, la mayoría de las veces, su
sorpresiva visita era indeseable, y nunca tan inoportuna como aquella. Había
estado tan cerca de alcanzar el pináculo del placer; había estado en el borde
del abismo dimensional y había gozado del cuerpo de la única entidad cuya
existencia jamás ha sido cuestionada. Y no sólo eso, sino que por un momento,
pese a mi degradado rendimiento, la hice gozar hasta recuperar parcialmente los
signos vitales.
¿Será eso lo que pasa con cada
persona que muere? Por supuesto que no. Hace falta un suicida para hacerle el
amor a la Muerte. Ella se entrega a quien la busca, a quien la solicita. ¿Será
la vida su fuente de placer? ¿Sería el semen el elixir vital que buscaba para
sentirse aunque sea por un momento viva? ¿Pasaba eso con todos los suicidas? No,
no con todos, sólo con quienes la añoran y no con los que huyen de la
existencia. ¿Tomará la forma de hombre si es mujer quien la busca? Seguramente,
y lo mismo pasaría con los de otras preferencias. Muchas preguntas y sólo una
certeza: quería hacerlo de nuevo.
No quiero perder el tiempo
describiendo lo que pasó a continuación. Basta decir que con fastidio y
resignación enfrente la larga y tediosa serie de consecuencias de mis actos.
Siempre sostuve que mi intención fue sólo drogarme, pero no me salvó de las
eternas letanías y sermones. Médicos, psiquiatras, familiares, amigos, la
estúpida de Rebeca. Docenas de rostros ante mí, moviendo la boca, pero sin
emitir ningún sonido. Días, semanas, meses, no sé. Pasó mucho tiempo antes de
poder volver a estar solo y en mi casa.
No lo dudé, sabía que mi siguiente
paso era volver a intentarlo. Pero había otra cuestión que debía atender antes
de intentar de nuevo contactar con ella: la disfunción eréctil. ¿Qué fue lo que
pasó?
La respuesta parecía ser muy
simple: el suicidio fracasó. No era testosterona lo que mantenía mi erección,
sino mi espíritu listo para ser expulsado, pero éste volvió a mi cuerpo. Y tal
vez el Valium tuvo algo de culpa. Llegué a la conclusión de que incluso fue esa
manera cobarde de atentar contra mi vida lo que restó vigor a mi desempeño.
La reina merecía algo mejor que
eso. Merecía una ofrenda de sangre.
***
Siempre quise una tina de baño. En
mi casa sólo tenía una triste y diminuta regadera. Como el evento lo ameritaba,
compré una y la coloqué en el centro de mi santuario, deshaciéndome de mi cama.
Lógicamente no había tubería ahí, pero no fue necesario instalarla, sólo quería
la tina como un recipiente para el agua caliente que acarrearía en cubetas. Obviamente
no tenía que preocuparme por cómo vaciarla.
Esta vez no me inquietaba en lo
absoluto la cuestión estética de mi muerte. Estaría desnudo y probablemente
hinchado y putrefacto para cuando fuera encontrado y así aparecería en los
tabloides, no me importaba. Los preparativos fueron más simples. Velas en torno
a la tina y una botella para hacerme de valor. Nada de despedidas. Nada de
rituales.
Observé un momento la navaja de
rasurar en mi mano, mientras daba sorbos a mi copa. Siempre había huido al
dolor, pero cómo podía despreciarlo si era mi boleto al placer. No hesité, con
firmeza rebané mis venas con un corte vertical en mi muñeca izquierda. Con
mayor dificultad, debido al dolor, conseguí hacer lo mismo con la derecha,
aunque con menos profundidad. Sostuve mis manos temblorosas a la altura de
pecho, viendo cómo chorreaban sangre sobre el agua, tiñéndola de rojo. Esperé.
Comencé a temer que mi primera
experiencia hubiera sido una alucinación cuando sentí una profunda debilidad
ante la pérdida de plasma. Mi cabeza de pronto pesaba demasiado y tuve que
descansarla sobre el borde la tina.
Sé que me desmañé porqué desperté
de pronto y la vi de pie ante la tina. Lucía más hermosa que la primera vez, si
acaso era eso posible. Por su amplia sonrisa supe que le había satisfecho mi
sacrificio de sangre. Yo extendí los brazos hacia ella para mostrarle orgulloso
mis heridas goteantes y para invitarla a entrar a la tina.
Su níveo pie penetró el agua
escarlata con delicadeza. Lo primero que hizo fue tomarme una muñeca y beber de
ella. Ver su divino rostro cubierto de sangre fue lo primero que despertó mi
virilidad, pero fue probar de nuevo sus deliciosos labios, con mi sangre en
ellos, lo que desató toda la potencia de mi hombría.
Innegablemente mi desempeño fue
superior al de la primera vez. Sus uñas, afiladas láminas de hielo, se clavaron
en mi espalda cuando penetré la hermosa flor palpitante. Esta vez no me faltó
fuerza. Esta vez estuve a su altura. Y no sólo eso, sino que fui más allá; pude
sentir que su placer se incrementaba de manera exponencial. La hice gemir. ¡Hice
gemir a la Muerte! ¿Cuántos hombres pueden decir eso? Sus garras hicieron
jirones mi espalda. Sentía la piel desprenderse; el dolor era inmenso, pero más
grande era la delicia. Su piel ganó color y temperatura como la primera vez y
observé de nuevo el diminuto destello en sus ojos, que ahora aumentaba de
tamaño. ¿Era una pupila lo que se estaba formando en ellos? Sí, juraría que sí.
Sin embargo, había otro destello
que cobraba intensidad en ese momento, el de mi propio orgasmo. Venía a pasos
agigantados, pronto estallaría y sabía que sería el fin absoluto. Lo que había
anhelado tanto tiempo, finalmente estaba a la vista…
Fue entonces que brotó de pronto
una incertidumbre.
Sí, incertidumbre, pero no a morir,
no a cruzar el umbral, no a eyacular mi alma en ella. Sino a una inquietud más
grande: ¿Acaso ella no tendría un orgasmo?
“No”, respondió ella. Sí, me habló
por primera vez. No hubo voz, lo hizo adentro de mi cabeza. “No. Nunca. Puedo
probar, sentir, ver, mas no cruzar”.
Y me dijo otra cosa: “El tiempo se
acaba, es ahora o tal vez nunca”.
Entendí a lo que se refería cuando
noté que mi miembro comenzaba a flaquear. Demasiado tarde para decidir.
Alcancé a besarla antes de
desaparecer.
***
Rebeca.
La oportuna Rebeca. Ya no sé qué es
lo que siento por ella; es algo que va más allá de la lástima. La hubiera
odiado a muerte en aquel momento; hubiera planeado su asesinato por haber
frustrado de nueva cuenta mi ascenso al infinito. Lo hubiera hecho de no ser
porque en realidad le estaba agradecido.
Me dijo que los médicos me daban
pocas posibilidades y que ese habría sido mi fin, de no haber sido por su propia
sangre, que donó con gusto, y por lo que ella llamaba “mi verdadera
determinación a vivir”. Yo le respondí que tenía razón. Que luché con todas mis
fuerzas para volver. Que lo había hecho por ella. Le dije que había un túnel y
una luz al final de éste, y que una voz me dijo que no era mi tiempo aún, que
alguien me necesitaba y que supe de inmediato quién era ese alguien.
–Tú –le dije –Tú, la que siempre me
ha amado y yo nunca supe valorar.
Atravesar por la larga serie de
consecuencias a causa de mi nuevo conato de suicidio no fue tan sencillo como
la primera vez. Pasé un par de años en una institución mental. Siempre
cooperando en todo y siempre insistente en mi deseo de volver al cauce de la
vida. No hubo día que Rebeca no me visitara y fue nuestro noviazgo lo que ayudó
a convencer a más de un médico de que mis intenciones de recuperación eran
genuinas. Incluso acepté la religión y conseguí hacer amistad con un sacerdote,
el mismo que más tarde nos casaría a Rebeca y a mí. Y fue precisamente nuestra boda
lo que apuró mi salida del hospital.
Ella insistió mucho en vender mi
vieja casa, debido a los recuerdos de mi época decadente, pero yo me rehusé
argumentando la memoria de mis padres. Recuerdo el primer día en que volví a
poner pie en mi antiguo santuario, ahora despojado de toda excentricidad y
pintado de blanco. Le pedí a mi ahora esposa que hiciera algunas compras; mi
verdadera intención era quedarme a solas un momento. Ni siquiera le extrañó mi
petición, sólo me besó. Al verla sonriente y plena me vino a la mente la
palabra felicidad.
Algo más allá de la lástima, más
allá de la apatía, es lo que siento por ella. Pero es todo. Salvo, claro,
agradecimiento. Agradecimiento por haberme ayudado a volver antes de ver
perdida para siempre la oportunidad de realizar mi más grande ambición. Pobre
Rebeca. Ni siquiera verla ahora en el suelo, con el rostro magullado, maniatada
y lloriqueando, despierta en mí un mínimo sentimiento de compasión.
Pero hay cosas más importantes en
qué pensar.
“Puedo probar, sentir, ver, más
nunca cruzar”. ¿Sera cierto? ¿Y qué tal si puede? ¿Qué tal si hasta hoy no ha
nacido el mortal capaz de ayudarla a hacerlo, de hacerla gozar hasta el orgasmo?
¿Qué tal que ese mortal soy yo? Tengo un talento especial, siempre lo he
sabido. Hice gemir a la Muerte, puedo hacerla venir, puedo hacerla explotar. Sé
que puedo. Y esto me lleva a preguntas más interesantes: ¿Qué pasa si cruza?
¿Vivirá? ¿Desaparecerá para siempre? ¿Seremos inmortales? O mejor aún:
¿Cambiaremos papeles? ¿Puedo yo heredar la Hoz? ¿Puedo?
Sé que puedo.
Finalizo este escrito a pocos
minutos de mi partida final. Está casi listo para ser publicado en mi blog para
placer de mis fans y todos aquellos curiosos. Me encuentro sentado tras un
pequeño escritorio en mi santuario sobre el cual descansa mi computadora portátil
y una vela encendida. A unos metros de mí, en el suelo, está mi esposa sollozando.
El olor a gasolina comienza a marearme. Toda la casa está empapada de
combustible. Rebeca también. Yo mismo.
Mi tributo de sangre y dolor
funcionó. Bastaron unas heridas en mis muñecas para otorgarme de más vitalidad.
Me queda claro que el dolor es el afrodisiaco perfecto, así que lo que pienso
hacer debe tener un efecto contundente. Rebeca no es más que un pequeño regalo.
El sacrificio mayor es el mío, que lo hago voluntariamente. Que hago por que
quiero.
Estoy listo para tirar la vela al
suelo.
Brutal el relato. Tiene terror y angustia pero lo que más me ha llamado la atención es el erotismo con la Muerte. Me costaba entender antes de estar aquí formas diferentes de verla pero contigo estoy aprendiendo mucho. Me ha resultado original y excitante las descripciones. Muy curioso la mención de lo de la parálisis porque creo que me ha ocurrido un par de veces y ha sido muy angustioso. Me sabe mal por Rebeca pero me has puesto en el lugar del protagonista. También haría lo que hiciera falta. También me ha gustado lo de cuanto más dolor, más placer. En fin, que eres un genio y me parece impresionante.
ResponderBorrarUn abrazo y felices fiestas (cuidado con los hidrocarburos derivados del petróleo)
Gracias, Ana Lía. Terror y angustia era precisamente lo que quería proyectar, me alegra ver que ha resultado. También siento pena por la pobre Rebeca, pero tuvo la mala suerte de estar en el momento, lugar y con la persona equivocada.
Borrar¡Felices fiestas para tí también!
Gran relato, Carlo, como dije en tusrelatos. Narración y descripciones fascinantes y una enorme imaginación. Un saludo.
ResponderBorrarMuy buenas descripciones. Toda una metáfora narrada de manera fluida e impecable. Genial relato, Carlo.
ResponderBorrarUn saludo!