Bajo la luna llena, el lobo angustiado se preguntó qué horrores hizo mientras fue humano.
En mi casa espantan
En
mi casa espantan. Así empiezan la mayoría de las historias de hechos
sobrenaturales, las cuales nunca creí hasta que me tocó vivir una.
Soy
ateo desde el día que abandoné el nido paterno. De hecho, lo fui desde mucho
antes, pero no podía declararlo abiertamente, pues mis padres, fervientes
católicos, no lo hubieran tolerado. La verdad es que nunca me sentí del todo
cómodo con mi ideología sabiendo que mis progenitores la desaprobaban, y no fue
sino hasta la muerte de éstos (la de mi padre hace cinco años y la de mi madre
hace poco menos de un mes) que finalmente me sentí liberado de esa carga.
Aunque
ser ateo y escéptico no necesariamente van de la mano, para mí la gran mayoría
de las anécdotas de espantos y aparecidos siempre me parecieron poco menos que
folclor y siempre he disfrutado hacer sudar con mis razonamientos a quienes
cuentan historias de fantasmas, pero hoy debo admitir que, muy a mi pesar,
algunas historias son ciertas. La mía lo es.
La casa de la bruja
Alicia se mordía las uñas mientras observaba la enorme y tétrica casa frente a ella; algo en su interior le decía que estaba cometiendo un terrible error, que debía regresar cuanto antes, pero su curiosidad era infinitamente más poderosa que su prudencia. O tal vez se trataba de algo más.
Era una niña muy lista para sus doce años y sabía que lejos de que la historia que se contaba sobre aquel lugar fuera cierta, existían muchos otros peligros que corría al estar sola en aquella zona del bosque, tan lejos del suburbio donde habitaba.
Era una niña muy lista para sus doce años y sabía que lejos de que la historia que se contaba sobre aquel lugar fuera cierta, existían muchos otros peligros que corría al estar sola en aquella zona del bosque, tan lejos del suburbio donde habitaba.
Alta, soberbia,
intimidante; la casona estilo victoriano se erigía de entre un grupo de árboles
muertos, cuyas artríticas ramas se elevaban y apuntaban hacia la construcción,
como un grupo de fanáticos religiosos rindiendo pleitesía a su señora, o tal
vez pidiéndole clemencia. Tendría dos plantas, además del ático y el sótano,
pero era difícil de decir por la extraña disposición de las ventanas. A los
lados del imponente tejado a dos aguas, en cuyo centro se abría el terrible ojo
de la buhardilla, se alzaban dos techos cónicos que parecían ser los cuernos de
aquel monstruo de madera. No obstante su altivez, la casa no era ajena a la
crueldad del tiempo, que se hacía manifiesta en lo grisáceo de las escamas
contraídas que tenía por tablones y lo corroído de sus pilares y dinteles;
infinidad de enredaderas marchitas cubrían la fachada, como venas saltadas en
una faz enferma.
Los demonios

A duras penas logró entrar en su
habitación y cerrar la puerta tras de sí, dejando atrás a los demonios. Con
mucha dificultad, a causa de los violentos golpes proferidos contra la madera,
logró colocar las numerosas cerraduras.
Con manos torpes encendió la luz, un
bombillo que pendía de un cable, pero éste sólo emitió un débil e intermitente
resplandor ambarino que apenas manchaba las húmedas y deterioradas paredes del
cuarto. Tal vez la escasa corriente eléctrica se debía a la estruendosa
tormenta de afuera, que parecía arreciar minuto a minuto.
Fin (microrelato)
Mi encuentro con la bestia
Ha transcurrido casi un mes desde mi encuentro con la bestia y aunque juré no hablar jamás de aquel terrible acontecimiento, mi sentimiento de culpa es tal que no puedo contenerme de al menos vaciar en papel aquel lamentable hecho.
Nadie me creería de todos
modos, si acaso me atreviera a buscar un confesor de carne y hueso. Ninguno de
mis hermanos siquiera me dejaría terminar mi historia antes de echarme del
confesorio y probablemente llamar a la policía. Ni siquiera puedo llamarlos hermanos
ahora; el camino de la sotana ha quedado sellado para siempre en mi vida. He
abochornado a la madre Iglesia con la mancha del delito y eso no me será
perdonado jamás, sin importar nada de lo pueda decir a mi favor. Sin importar
que soy inocente.
Nadie creerá jamás la
increíble verdad.
Carretera al infierno
La carretera está embrujada, le dijeron. Nunca la transites de noche. Son cientos, tal vez miles, los relatos que se cuentan de ella.
Él
estaba al tanto de esas historias. Las creía. Y de no ser porque la necesidad
laboral lo obligaba, jamás hubiera accedido a manejar por ahí durante la
madrugada.
Sueño recurrente (microrelato)
El
titánico rostro diabólico flota en el cielo nocturno. Su tamaño y distancia son
imposibles de precisar; kilómetros, tal vez miles, tal vez millones de ellos.
Sus
horribles y colosales ojos miran al mundo con despreció y sé que a continuación
abrirá sus fauces cósmicas y engullirá todo lo que existe.
Pero no siento miedo. Se trata de una vieja pesadilla que me acosa desde niño y pronto despertaré.
Sin
embargo algo es distinto en esta ocasión: mi esposa me toma por el brazo y
entre bostezos me pregunta qué demonios hago de pie a estas horas de la madrugada y de frente a la
ventana. Me pide que vuelva a la cama.
Arañazos
Intranquila mira a su alrededor sin saber exactamente por qué lo
hace, y por alguna razón siente la necesidad de recoger los pies bajo la
sábana. Incómoda, permanece en silencio durante largos minutos hasta que
finalmente logra conciliar el sueño de nuevo.
Ella no lo sabe, pero aquello que la despertó fue el peso de una
mirada; la mirada de alguien que está al pie de su cama: Satanás.
Recalentado
El recalentado es
el desayuno de los campeones, pensó Paco mientras sacaba del refrigerador los
restos de su cena de anoche. A un lado de la pestilente y verdosa botella
de leche, la cabeza de su esposa, envuelta en plástico y colocada sobre un
plato de cerámica, parecía mirarlo con reproche. Él la ignoró.
Se dirigió hacia
el horno de microondas para hacer valer el apelativo de su alimento; una vez
cumplido el proceso, tomó asiento en la mesa para engullirlo. No tenía mucha
hambre en realidad, sólo ganas de comer.
Tenía resaca.
Como todas las mañanas. Anoche había tomado hasta perder el conocimiento, como
venía haciendo desde que descubrió que su mujer lo había traicionado. La casa
era un desastre, ni en sus mejores días de soltería había estado en tan mal
estado. Ropa sucia por doquier, cajas de pizza apilándose en las esquinas,
bolsas de basura que nunca sacó, las entrañas de su esposa pudriéndose en el
plato de Firulais, etcétera.
Selene
Había
llovido y el bosque estaba húmedo. Cada vez se internaba más, removiendo con
brusquedad las ramas que le estorbaban. Sus ojos recorrían frenéticos los
alrededores y ocasionalmente miraban al cielo. Sucedía el alba y el enorme
disco dorado que asomaba tímido por entre los picos de las montañas esparcía
erráticamente su oro sobre las copas de los árboles.
Gradualmente
su impaciencia se transformó en angustia y sus pasos se tornaron en trote.
Pocos segundos después, aquello se convirtió en una desmesurada carrera. Llamó
a gritos pero no obtuvo respuesta. Comenzó a sentir miedo. Gritó nuevamente,
esta vez con voz entrecortada, y una risilla juguetona le respondió a su
derecha. Su corazón se alivió.
Trepó
emocionado por una de las enormes raíces que ondulaban sobre la tierra,
provenientes de los gruesos árboles. A escasos diez metros de él, en un pequeño
claro, danzaba Selene, su novia, y como si fuera la primera vez que la veía,
exclamó impresionado ante la belleza de su cuerpo desnudo. Fue hacía ella,
despojándose de su ropa en el camino, y la rodeó cariñosamente con los brazos.
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