Más allá de la Deep Web

Sus manos temblaban al encender la computadora. Aún no acababa de creer que finalmente había conseguido aquello a lo que había dedicado tantos años de búsqueda.
Ni siquiera había desempacado sus maletas; hacía apenas una hora desde su arribo al aeropuerto y estaba agotado luego de un largo vuelo desde Asia, sin embargo, poco le importaba que su cuerpo le demandara descanso y alimento, lo único que tenía en mente era estrenar su más reciente adquisición.
En su gran pantalla de 120 pulgadas apareció una pirámide con un ojo en su centro. Su fondo de escritorio. En torno a esta imagen había cientos de íconos de programas poco conocidos para el común de la gente y cuyas funciones estarían incluso fuera de su comprensión. Había además decenas de enlaces directos a carpetas donde guardaba artículos, imágenes y videos que robarían en sueño a los más valientes, e incluso a los más perversos. Aquellas eran las herramientas y los frutos de una vida secreta, una vida dedicada a la búsqueda infatigable de lo desconocido cuyo campo de exploración era la profundidad de internet.

Motín en el infierno

La grotesca mano de mi verdugo gira la manivela y mi cuerpo colgante desciende un poco más; ahora el hirviente aceite envuelve mis pies y no puedo contener los gritos de dolor. El hijo de puta ríe a carcajadas; su monstruosa cara, a escasos centímetros de la mía, me salpica con su corrosiva saliva y llena mis pulmones con el infernal tufo de sus fauces, que por sí mismo es castigo suficiente.
Como siempre, es en este momento que toda mi vida, todos mis errores, todos mis pecados, desfilan ante a mis ojos, recordándome quién soy y lo que hago aquí. Mi verdugo se encarga de recitarme los momentos más infames de mi banal existencia.

En mi casa espantan

En mi casa espantan. Así empiezan la mayoría de las historias de hechos sobrenaturales, las cuales nunca creí hasta que me tocó vivir una.
Soy ateo desde el día que abandoné el nido paterno. De hecho, lo fui desde mucho antes, pero no podía declararlo abiertamente, pues mis padres, fervientes católicos, no lo hubieran tolerado. La verdad es que nunca me sentí del todo cómodo con mi ideología sabiendo que mis progenitores la desaprobaban, y no fue sino hasta la muerte de éstos (la de mi padre hace cinco años y la de mi madre hace poco menos de un mes) que finalmente me sentí liberado de esa carga.
Aunque ser ateo y escéptico no necesariamente van de la mano, para mí la gran mayoría de las anécdotas de espantos y aparecidos siempre me parecieron poco menos que folclor y siempre he disfrutado hacer sudar con mis razonamientos a quienes cuentan historias de fantasmas, pero hoy debo admitir que, muy a mi pesar, algunas historias son ciertas. La mía lo es.

La casa de la bruja

Alicia se mordía las uñas mientras observaba la enorme y tétrica casa frente a ella; algo en su interior le decía que estaba cometiendo un terrible error, que debía regresar cuanto antes, pero su curiosidad era infinitamente más poderosa que su prudencia. O tal vez se trataba de algo más. 
Era una niña muy lista para sus doce años y sabía que lejos de que la historia que se contaba sobre aquel lugar fuera cierta, existían muchos otros peligros que corría al estar sola en aquella zona del bosque, tan lejos del suburbio donde habitaba.
Alta, soberbia, intimidante; la casona estilo victoriano se erigía de entre un grupo de árboles muertos, cuyas artríticas ramas se elevaban y apuntaban hacia la construcción, como un grupo de fanáticos religiosos rindiendo pleitesía a su señora, o tal vez pidiéndole clemencia. Tendría dos plantas, además del ático y el sótano, pero era difícil de decir por la extraña disposición de las ventanas. A los lados del imponente tejado a dos aguas, en cuyo centro se abría el terrible ojo de la buhardilla, se alzaban dos techos cónicos que parecían ser los cuernos de aquel monstruo de madera. No obstante su altivez, la casa no era ajena a la crueldad del tiempo, que se hacía manifiesta en lo grisáceo de las escamas contraídas que tenía por tablones y lo corroído de sus pilares y dinteles; infinidad de enredaderas marchitas cubrían la fachada, como venas saltadas en una faz enferma.

Los demonios


A duras penas logró entrar en su habitación y cerrar la puerta tras de sí, dejando atrás a los demonios. Con mucha dificultad, a causa de los violentos golpes proferidos contra la madera, logró colocar las numerosas cerraduras.
Con manos torpes encendió la luz, un bombillo que pendía de un cable, pero éste sólo emitió un débil e intermitente resplandor ambarino que apenas manchaba las húmedas y deterioradas paredes del cuarto. Tal vez la escasa corriente eléctrica se debía a la estruendosa tormenta  de afuera, que parecía arreciar minuto a minuto.

Fin (microrelato)

      El hombre miraba la televisión cuando se fue la luz. La oscuridad fue absoluta. El sofá que ocupaba había desaparecido, ahora flotaba en la nada. Pronto olvidó su nombre y su pasado. Finalmente su conciencia se diluyó en el infinito, como si nunca hubiera existido.

Mi encuentro con la bestia


Ha transcurrido casi un mes desde mi encuentro con la bestia y aunque juré no hablar jamás de aquel terrible acontecimiento, mi sentimiento de culpa es tal que no puedo contenerme de al menos vaciar en papel aquel lamentable hecho.
Nadie me creería de todos modos, si acaso me atreviera a buscar un confesor de carne y hueso. Ninguno de mis hermanos siquiera me dejaría terminar mi historia antes de echarme del confesorio y probablemente llamar a la policía. Ni siquiera puedo llamarlos hermanos ahora; el camino de la sotana ha quedado sellado para siempre en mi vida. He abochornado a la madre Iglesia con la mancha del delito y eso no me será perdonado jamás, sin importar nada de lo pueda decir a mi favor. Sin importar que soy inocente.
Nadie creerá jamás la increíble verdad.

Carretera al infierno



La carretera está embrujada, le dijeron. Nunca la transites de noche. Son cientos, tal vez miles, los relatos que se cuentan de ella.
Él estaba al tanto de esas historias. Las creía. Y de no ser porque la necesidad laboral lo obligaba, jamás hubiera accedido a manejar por ahí durante la madrugada.

Sueño recurrente (microrelato)

El titánico rostro diabólico flota en el cielo nocturno. Su tamaño y distancia son imposibles de precisar; kilómetros, tal vez miles, tal vez millones de ellos.
Sus horribles y colosales ojos miran al mundo con despreció y sé que a continuación abrirá sus fauces cósmicas y engullirá todo lo que existe.
Pero no siento miedo. Se trata de una vieja pesadilla que me acosa desde niño y pronto despertaré.
Sin embargo algo es distinto en esta ocasión: mi esposa me toma por el brazo y entre bostezos me pregunta qué demonios hago de pie a estas horas de la madrugada y de frente a la ventana. Me pide que vuelva a la cama.

Arañazos

El reloj marca poco más de las tres y media de la mañana cuando la joven despierta. 
Intranquila mira a su alrededor sin saber exactamente por qué lo hace, y por alguna razón siente la necesidad de recoger los pies bajo la sábana. Incómoda, permanece en silencio durante largos minutos hasta que finalmente logra conciliar el sueño de nuevo.
Ella no lo sabe, pero aquello que la despertó fue el peso de una mirada; la mirada de alguien que está al pie de su cama: Satanás.  

Recalentado


El recalentado es el desayuno de los campeones, pensó Paco mientras sacaba del refrigerador los restos de su cena de anoche. A un lado de la pestilente  y verdosa botella de leche, la cabeza de su esposa, envuelta en plástico y colocada sobre un plato de cerámica, parecía mirarlo con reproche. Él la ignoró.   
Se dirigió hacia el horno de microondas para hacer valer el apelativo de su alimento; una vez cumplido el proceso, tomó asiento en la mesa para engullirlo. No tenía mucha hambre en realidad, sólo ganas de comer.
Tenía resaca. Como todas las mañanas. Anoche había tomado hasta perder el conocimiento, como venía haciendo desde que descubrió que su mujer lo había traicionado. La casa era un desastre, ni en sus mejores días de soltería había estado en tan mal estado. Ropa sucia por doquier, cajas de pizza apilándose en las esquinas, bolsas de basura que nunca sacó, las entrañas de su esposa pudriéndose en el plato de Firulais, etcétera.

Selene

Había llovido y el bosque estaba húmedo. Cada vez se internaba más, removiendo con brusquedad las ramas que le estorbaban. Sus ojos recorrían frenéticos los alrededores y ocasionalmente miraban al cielo. Sucedía el alba y el enorme disco dorado que asomaba tímido por entre los picos de las montañas esparcía erráticamente su oro sobre las copas de los árboles.
Gradualmente su impaciencia se transformó en angustia y sus pasos se tornaron en trote. Pocos segundos después, aquello se convirtió en una desmesurada carrera. Llamó a gritos pero no obtuvo respuesta. Comenzó a sentir miedo. Gritó nuevamente, esta vez con voz entrecortada, y una risilla juguetona le respondió a su derecha. Su corazón se alivió.
Trepó emocionado por una de las enormes raíces que ondulaban sobre la tierra, provenientes de los gruesos árboles. A escasos diez metros de él, en un pequeño claro, danzaba Selene, su novia, y como si fuera la primera vez que la veía, exclamó impresionado ante la belleza de su cuerpo desnudo. Fue hacía ella, despojándose de su ropa en el camino, y la rodeó cariñosamente con los brazos.