–¿Alguna vez has soñado
con alguien y al despertar sientes que te has enamorado de esa persona? –me
preguntó Renata anoche.
–Sí, me sucedió contigo
–le respondí.
Una amplia sonrisa se
dibujó en su bello y juvenil rostro. Una sonrisa que había extrañado durante años.
Mi cumplido la complació y tal vez a manera de agradecimiento acarició con su
tersa mano un costado de mi cara. “Siempre has sido muy lindo conmigo”, decía
aquella caricia.
–A mí me sucedió con un
completo extraño –dijo ella mientras con su dedo índice recorría la forma de
mis labios.
–Ángel –dije con seriedad.
–Sí, Ángel.
Por supuesto aquello fue
una cruel estocada a mi corazón, pero no tenía importancia; le pertenecía a
ella y tenía libertad de hacer con él lo que le diera la gana. Como siempre.
Lo que dije era cierto, la
amaba. La amo. La he amado toda mi vida. Y sí, todo comenzó con un sueño. Sucedió
cuando cursábamos la preparatoria. Estábamos en el mismo salón; ambos teníamos dieciséis.
Muchas de mis compañeras eran muy atractivas, pero Renata era sin duda la más
exótica, la más desarrollada. Aparentaba tener más de veinte, por lo que
intimidaba a la mayoría de los chicos de su edad. Se decía que tenía relaciones
con un maestro, se decía que era puta.
Desde la primera vez que
la vi me sentí sexualmente atraído por ella, como es natural, pero no tenía la
más mínima aspiración de pretenderla. Estaba claramente por encima de mis
probabilidades. Ni siquiera la consideraba una persona real, no existía; al menos no dentro de mi radio de interacción social,
si entienden lo que quiero decir. Era sólo una chica de tetas grandes, deliciosas
nalgas y rostro simpático. Nada más.
Una mañana, durante un
examen final, algo me sacó de mi profunda concentración. Era Renata acuclillada
a un lado de mi pupitre procurando permanecer oculta del profesor que estaba
distraído viendo unos papeles en su escritorio. La postura de la chica me
permitió una cómoda perspectiva de sus senos, cosa que a ella pareció no
importarle. Me pidió que le pasara algunas respuestas del examen.
Balbuceé un “claro, por
supuesto” y le mostré mi examen sin más. Me di cuenta que era la primera vez
que la observaba. Es decir, la había
visto infinidad de veces, claro, pero aquella ocasión fue la primera que la miraba
detenidamente. Para empezar, nunca había estado tan cerca y aunque había
percibido que usaba perfume, a esa distancia la fragancia inundó mis pulmones.
Ahora me doy cuenta de que aquel dulce aroma era más que sólo perfume, era su
esencia propia. También me percaté por primera vez que sus ojos eran grises y
que tenía un diminuto lunar en la comisura del labio superior. Me di tiempo de
estudiar sus rasgos mientras ella escudriñaba atenta mi examen con una
expresión de angustia que resultaba cómica y sensual a la vez.
La grave voz del profesor
me sacó de mi ensueño: le llamó la atención a Renata y le pidió que vuelva a su
lugar. Una sonrisa, la misma que luego llegaría a amar, se dibujó en el rostro
de la muchacha y unos ojos llenos de chispa, llenos de vida, hicieron contacto
con los míos. “¡Gracias!”, me dijo posando su mano sobre mi antebrazo,
apretándolo suavemente, antes de volver a su asiento.
He analizado este momento
a lo largo de mi vida muchas veces y tengo la convicción de que fue durante ese
contacto visual y el de su mano con mi brazo, que algo de ella fue transmitido
a mí. Algo más allá del agradecimiento. Tal vez química, tal vez energía pura.
Algo eterno, sin duda.
Esa noche soñé con ella.
Sí, fue un sueño erótico, pero también fue más que eso. Ella jugaba con mi
miembro, me masturbaba, y yo acariciaba sus pechos. Platicábamos. Decíamos que
algún día nos íbamos a casar y tendríamos hijos. Mientras hablaba, ella me
tomaba del antebrazo y sus ojos resplandecían. Y la sonrisa. La sonrisa se
repetía una y otra vez. Después lo hicimos. Pude sentir cómo la penetraba; pude
sentir el delicioso calor envolviendo mi pene; pude sentir sus muslos vibrar.
No tengo la capacidad de
describir lo impactante, lo sublime, lo místico que fue este sueño para un
adolescente que aún era virgen. De hecho, considero esta mi primera experiencia
sexual. Es curioso, pero no recuerdo la primera vez que tuve sexo en la vida
real, ni mucho menos con quién. Fue en la universidad y creo que estaba ebrio.
En fin, prefiero quedarme con el otro recuerdo. Desperté antes del amanecer con
la erección más dolorosa de que tengo memoria y completamente enamorado de
Renata. Ya no pude dormir. Más tarde, en la escuela, mi mirada no podía
separarse de ella. Creo que incluso la llegué a incomodar.
Los rumores de que se
acostaba con un maestro eran muy fuertes y escuché también a muchos tipos de
grados superiores fanfarronear con haberla poseído. La zorra del colegio,
decían algunos. Pero nada de eso me importaba, yo había determinado que algún
día ella sería mía. No era amor de estudiante, era amor real y la prueba está
en que aún lo siento.
En cuestión de popularidad
nunca fui muy afortunado. Era un buen estudiante, el primero de mi clase, de
hecho, pero nunca alguien respetado de acuerdo a los cánones establecidos por
la juventud de mi época. Es decir, mis posibilidades con Renata eran nulas. Sin
embargo, logré lo que nadie había logrado hasta ese momento: ser su amigo.
En aquel entonces no lo
percibía, pero hoy me doy cuenta de que Renata fue, de hecho, una persona
solitaria. Siempre lo ha sido. Tenía algunas amigas, pero no muchas y
probablemente hablaban mal de ella a sus espaldas. Su exuberante figura y
belleza eran un pecado imperdonable para las otras adolescentes. Y en cuanto a
los hombres… bueno… todos buscaban lo mismo. Yo le ofrecí algo que ninguno le
había ofrecido antes: amistad. Claro, tuve que pagar el precio. Un precio muy
alto en frustración y dolor, pero no me importó, más valía la esperanza. Muchas
veces le hablé de mis sentimientos, pero ella siempre fue determinante en decir
que yo era su mejor amigo y no deseaba perderme como tal. Y así fue durante
mucho tiempo.
Hace algunos meses Renata
cumplió 38 años. Fue un festejo amargo, lleno de lágrimas y espejos rotos. No
era para menos. La mujer que a regañadientes apagó las velas del pastel no era
ni un eco de la monumental venus que había sido alguna vez. Biológicamente era aún
una mujer joven, pero ella siempre lució mucho mayor, y si en su adolescencia
aquello pareció una ventaja, en su adultez se convirtió en una maldición.
Además, su estilo de vida no le favoreció tampoco. Sus cuatro embarazos habían
desbaratado su figura, abultado su vientre y marchitado sus senos. Su tendencia
a la depresión se manifestaba con una gula incontrolable y aunque no era una
persona obesa en el total sentido de la palabra, sí estaba considerablemente
pasada de peso.
Por otra parte, su
condición de madre soltera la había expuesto a altos niveles de estrés, el cual
había hecho mella en su faz, siempre mortificada, siempre cansada. Sus ojeras y
arrugas estaban fuera del poder de cualquier tratamiento cosmético. El diminuto
lunar en la comisura de su labio superior se había convertido en una desagradable
verruga y sus ojos grises se habían oscurecido.
Cuatro hombres, cuatro niñas,
ningún padre. La mayor de sus hijas, Susana, de 18 años, heredó una belleza
casi tan deslumbrante como la que poseyó alguna vez su madre; no tuvo la misma
suerte su hermana Rocío, de 11, que a ratos resultaba algo simpática, pero no
era nada especial. Concha, la de 9 años, para ser honestos, había nacido sin
ninguna gracia; pero la pequeña de 5 años, Perla, era simple y llanamente fea.
No era de extrañar que las más jóvenes fueran las menos agraciadas, pues la calidad
genética de los padres fue disminuyendo con el tiempo.
Fui testigo silente de
estos cuatro episodios en la vida de mi amiga, cada uno más nefasto que el
anterior. Ella decía que cada hombre había llegado sólo para consumir parte de
su belleza, succionarla como un vampiro, para luego marcharse y encima dejarle
un recuerdo suyo. Decía que a ellos debía haberse convertido en una mujer
gorda, fea y vieja. De nada servía decirle que yo nunca había dejado de amarla,
que a mis ojos, seguía siendo la misma de antaño, que debajo de aquella coraza
de carne triste, aún veía a la adolescente sexy y radiante que fue.
En dos ocasiones le pedí
matrimonio y en esas dos ocasiones hicimos el amor, pero fueron más bien
regalos de consolación. Renata no deseaba perder a su único amigo. Fue una
tontería de su parte, tal vez una tendencia autodestructiva a boicotearse las
oportunidades de ser feliz.
La primera vez que le
ofrecí un anillo, tenía ya dos hijas y ningún trabajo. Yo, como ingeniero de
cierto de renombre, podía garantizarle una vida de comodidades y amor
verdadero, para ella y para sus niñas. Pero no había manera de convencerla. “No
quiero perder mi libertad”, fueron sus absurdas palabras.
La segunda vez que pedí su
mano, recién había nacido la más pequeña de las niñas y el padre había
desaparecido. “Eres un gran amigo y siempre quiero tenerte cerca, pero te
mereces algo mejor que yo”, fue su excusa. Ni hablar.
Debo aclarar que si bien
mi amor por ella jamás menguó y nunca la perdí de vista, eso no me detuvo de
hacer una vida normal. Tuve mis novias, me casé, tuve hijos y me divorcié. Tal como
dicta la regla social moderna. De hecho, la primera vez que hice el amor a
Renata, aún estaba casado.
Además de los cuatro
padres de sus hijas, fueron muchos los hombres en la vida de Renata.
Incontables. Y casi todos buscaron lo mismo. No sé si porque ella se sentía
sola, recurría al sexo como una herramienta para afianzarse compañía, o sí
realmente sufría de una debilidad patológica al fornicio.
Sin embargo, de entre la multitud de patanes que la tuvieron, hubo uno que vio en ella algo más que sólo carne. El único, además de mí, que realmente la amó: Ángel.
Sin embargo, de entre la multitud de patanes que la tuvieron, hubo uno que vio en ella algo más que sólo carne. El único, además de mí, que realmente la amó: Ángel.
Podría ahondar mucho en la
historia de este sujeto, de no ser porque me produce un profundo sufrimiento
evocarlo. Ángel, a diferencia de mí, sí fue correspondido. Fue, sencillamente,
el primer gran amor de Renata. A él lo odié más que a ningún otro de la
infinidad de novios que le vi tener.
En ese entonces teníamos 21
años y yo estaba más que acostumbrado a ver a mi amiga salir con idiotas, pero
Ángel no era ningún idiota. No era ningún patán. Era de hecho, un sujeto
genial, carismático, inteligente, con planes a futuro, en fin, mejor que yo en muchos
sentidos. Por eso lo odiaba.
Además, el tipo estaba
loco por Renata, y ella por él. O eso pensábamos todos. Como dije, Ángel fue su
primer gran amor, sólo que ella no lo supo en aquel momento. Su relación fue
tan seria, que este individuo fue el primero en ser presentado en calidad de
novio a los padres de ella. De hecho, el noviazgo se volvió tan formal que
todos estábamos seguros de que algún día se casarían. Y qué diferentes hubieran
sido las cosas si esto hubiera ocurrido. La vida de ella, y tal vez también la
mía, hubieran sido probablemente mucho mejor si el destino hubiera sellado
aquella unión. Sin embargo, de manera inexplicable, Renata decidió serle infiel
con un completo imbécil. Un chico malo de esos que tanto le encantaban.
El cuento de hadas terminó
ahí, el príncipe azul tomó su galante corcel y se largó para siempre sin
siquiera voltear atrás. Desde entonces Ángel ha sido el lamento más recurrente
en la vida de Renata. Un invitado de rigor en aquellas noches en que bebía más
de la cuenta. No puedo imaginar la cantidad de litros de lágrimas que ella ha
derramado a lo largo de su existencia en honor a este individuo.
Una vez incluso, hace ya
algunos años, ella tomó la determinación de buscarlo por internet, sólo para
descubrir que el tipo estaba felizmente casado y con hijos. Para colmo, la
esposa exhibía un cuerpo espectacular. Fue un mar de llanto aquel día, pero por
fortuna su mejor amigo estuvo a su lado.
–No me refiero a ese Ángel
en el que piensas –me dijo Renata anoche mientras yacíamos desnudos en mi cama.
–¿Entonces quién?
–pregunté mientras mi mano recorría con delicadeza la jovial y perfecta
anatomía de mi mejor amiga.
–El extraño con quien soñé
no tiene nombre, pero me dijo que podía llamarlo como yo quisiera.
Hubiera sido natural
sentir curiosidad por aquel misterioso hombre sin nombre propio, pero nada de
lo que sucedió anoche fue natural. Mis ojos sólo existían para los suyos,
grises y resplandecientes; y mi boca no podía despegarse de sus magníficos
pechos y el diminuto lunar en la comisura de su labio superior. No me
interesaba saber nada que tuviera que ver con otra persona que no fuera ella.
Sin embargo, era mi deber como mejor amigo escucharla, así que puse atención y
permití a Renata que me hablara sobre su nuevo amor.
***
Dos días después del
último cumpleaños de Renata, su hija Susana, la de 18 años, dio a conocer que
estaba embarazada. Yo, que desde hacía un par de años visitaba a la familia al
menos dos veces por semana, estuve presente cuando lo anunció.
Cabe mencionar que era lo
más cercano a un padre para las niñas y todas me trataban como tal, salvo
Susana que atravesaba por las rebeldías de la adolescencia. Ciertamente fui un
padre en la cuestión económica, pero confieso que en lo emocional, no sentía
nada por ninguna de ellas. Cada una tiene la cara de su padre.
Susana tenía ya tres meses
de embarazo. La noticia, como era de esperarse, enfureció a Renata y aquella
escena se convirtió en un pandemónium de gritos y golpes. Tuve que retirarme.
Al día siguiente, Renata me habló por teléfono para desahogarse. Entre sollozos me explicó que Susana no sabía siquiera quién era el padre del hijo que esperaba, por lo que no tendrían apoyo de ninguna clase. Le preocupaba en especial el gasto que implicaría el parto, por no mencionar otra boca que alimentar.
Al día siguiente, Renata me habló por teléfono para desahogarse. Entre sollozos me explicó que Susana no sabía siquiera quién era el padre del hijo que esperaba, por lo que no tendrían apoyo de ninguna clase. Le preocupaba en especial el gasto que implicaría el parto, por no mencionar otra boca que alimentar.
Renata, que abandonó los
estudios después de la preparatoria, se desempeñaba como cajera en una farmacia
y su ingreso apenas era suficiente. Me dijo que consideraba seriamente la
posibilidad de echar de la casa a la adolescente y quitarse de problemas.
Después de todo, había cumplido la mayoría de edad. Le dije que por el parto no
se preocupara, que correría por mi cuenta. Lo rechazó como de costumbre, pero
accedió cuando le dije que era en calidad de préstamo y que ya me lo iría
pagando poco a poco. Como de costumbre.
Si me devolviera todo lo
que le he prestado a lo largo de su vida, probablemente hoy podría costearme
ese año sabático en Europa que siempre he soñado.
–¿Qué pensarías de mí si
te dijera que odio a mis hijas? –me preguntó con voz más tranquila.
–Pensaría que no lo dices
en serio –le respondí.
–No, supongo que no –dijo
luego de un breve silencio. –Pero a veces no puedo evitar sentirlas como unas
extrañas que viven en mi casa a mis expensas. Quisiera decirles que se rasquen
con sus propias uñas, que me dejen en paz. En especial Susana, ahora que me
salió con esta estupidez. Resultó más puta que yo, no crees; al menos yo sí sé
quiénes son los imbéciles de sus padres.
–Es natural que reacciones
así. Te sientes decepcionada. Tal vez temes que ella cometa tus mismos errores...
–Me tiene sin cuidado lo
que haga con su vida. Quiero que se vaya.
–Tú sabes que no lo dices
en serio.
–Le dije cosas horribles
anoche, después que te fuiste. Cosas horribles. Ni siquiera me atrevo a
repetirlas…
–Fue un momento de mucho
estrés…
–No sólo a ella, a las
cuatro. Concha y Perla aún me miran con miedo. Sé que no tienen la culpa de
nada, pero es que estoy cansada de que todo tenga que ser sobre ellas. ¡Todo! ¿Y
qué hay de mí?.. ¿Yo no tengo derecho a ser feliz?.. ¿Estoy mal por pensar así?
–Creo que es normal. Tal
vez somos una generación muy egoísta o tal vez siempre fue así y no lo habíamos
notado. Tengo más de seis meses de no ver a mis hijos y no me importa. ¿Los
quiero? Claro que los quiero, pero no me importa si no los veo. Al menos no de
momento. Puede más el deseo de no volver a ver a su madre, que el deseo de
estar con ellos. Tal vez algún día me arrepienta de no haber estado más cerca
de ellos en esta etapa de su vida; tal vez algún día les llore a la puerta de su
casa, implorando su perdón, pero ahora mismo no me importa. Ya pagaré la
factura después. Me hace ser malo pensar así, no lo sé. Me hace humano, sin
duda.
El silencio al otro lado
de la línea se extendió tanto que estuve a punto de preguntar a Renata si aún
estaba ahí.
–Por eso me gusta hablar
contigo. Por eso eres mi mejor amigo. Cómo quisiera poder contarte el deseo que
pedí cuando soplé las velas del pastel.
–¿Y por qué no lo
haces?
–Porque después no se me
cumplirá.
–Lástima. Quisiera saber.
–Te digo una cosa... Esto te
va aparecer muy extraño, pero a pesar de todo lo que pasó anoche, de lo mucho
que lloré y todas las cosas malas que dije a mis hijas, esta mañana, lejos de
sentir remordimiento, de sentirme como un monstruo, me desperté de muy buen
humor. Feliz, de hecho.
–¿Por qué?
–Por un sueño que tuve.
–¿Qué soñaste?
–Eso tampoco te lo puedo
contar.
***
Fue Susana quien me contó
que en su casa sucedían cosas extrañas.
Habían transcurrido dos
semanas desde mi conversación telefónica con Renata y ya extrañaba estar en su
casa. Mi ex esposa salió de luna de miel y mis hijos se quedaron conmigo
durante ese tiempo. Ambos están aún en la pubertad y aunque disfruto estar con
ellos, no veía la hora de que se marcharan.
Era sábado al mediodía
cuando llamé a la puerta de la casa de mi amiga, llevando en una mano la
acostumbrada botella de vino tinto que tanto le gustaba. Sin embargo, no fue
ella quien me abrió, sino Susana, quien para mi sorpresa ya lucía su embarazo.
Desde ese momento supe que algo estaba mal, pues pareció contenta de verme y se
portó amable conmigo al invitarme a pasar. Incluso me ofreció un vaso de agua.
Renata había salido y tomé
asiento en la sala para esperarla. Había un silencio inusual en la casa para ser
sábado. Incluso la televisión estaba insólitamente apagada. Además, el lugar
era un auténtico chiquero, con ropa por todos lados y las paredes sucias. Olía mal, a comida descompuesta. Renata nunca había sido ordenada en
toda su vida, pero aquello rebasaba incluso sus propios excesos.
Susana tomó asiento junto
a mí en el sillón. Lucía inquieta, nerviosa, incluso se comía las uñas. Le
pegunté por sus hermanas y me dijo que aún estaban dormidas, lo cual me pareció
extraño, pues los sábados al mediodía, por regla, la casa era un manicomio de
risas infantiles.
La chica me cuestionó por
mi larga ausencia y cuando le expliqué que estuve con mis hijos, me preguntó
cómo estaban y por qué casi nunca hablaba de ellos. Era muy inusual que tuviera
esas atenciones conmigo, pues siempre me había mostrado desprecio o en el mejor
de los casos, indiferencia. Supuse en primer lugar que el embarazo había
ablandado su arrogancia juvenil o que Renata le había contado que sería yo
quien pagaría el parto. Sin embargo, fue claro para mí que en el rostro de la
adolescente había profunda consternación. Se miraba incluso demacrada. Sabía que
quería contarme algo.
–Susana, te noto
preocupada. ¿Está todo bien? ¿Sucede algo? –pregunté.
Apenas terminé de formular
la pregunta y la joven comenzó a hablar. No, no
estaba todo bien. Y sí, sí sucedía algo. Las palabras parecieron brotar a
borbotones de su boca; de manera frenética comenzó a relatar un serie de fenómenos
extraños que venían sucediendo en la casa durante las dos últimas semanas, y
algo sobre la extraña actitud de su madre, pero yo no lograba sacar nada en
claro. Tuve que interrumpirla para tranquilizarla y pedirle que relatara las
cosas desde el principio.
Todo comenzó con las
cucarachas, me dijo. No es que fueran extrañas en su casa, pero aquello pareció
una plaga que se materializó de la noche a la mañana. Salían por el desagüe de
la regadera en estampida; saltaban a la cara cuando abrías la alacena;
aparecían incluso dentro del refrigerador, sobre las sobras de comida. Una vez,
dijo Susana, cuando encendió la luz de la cocina en la madrugada para tomar un
vaso con agua, encontró un auténtico ejército de estos despreciables seres en
el suelo y a ninguno pareció molestarle su presencia. Ninguna corrió, como
normalmente hacen. Incluso tuvo la sensación de que la miraron con desdén. Como
si ella fuera el insecto. Al final, tuvo que caminar entre ellas con cuidado de
no pisarlas.
Después vinieron las ratas.
Susana había visto ratones en la casa ocasionalmente, pero nunca ratas. Y
menos una multitud de ellas. Se les oía por la noche roer en los botes de basura,
se les escuchaba correr por el cielo falso del techo y pelearse entre ellas.
Una vez despertó, porqué sintió los pasos de una sobre sus piernas. Rocío, la
niña de 11 años, fue mordida en una ocasión y tuvieron que ir al hospital.
–¿Y tu madre? ¿Por qué no
hablaron a un exterminador? –pregunté.
–A ella no le importa lo
que nos pasa a nosotras. Fui yo quien llamó al hospital.
Junto con las plagas, me
dijo Susana, vinieron las pesadillas. Todas las niñas, incluyendo ella, tenían
pesadillas y terrores nocturnos tan intensos, que a veces despertaban gritando.
La pequeña de cinco años (Perla), dijo en una ocasión, entre sollozos y
temblando, que soñó que alguien la lastimaba y luego la mataba. La descripción
que hizo de la manera en que fue lastimada me dejó horrorizado, pues se trataba
de conceptos que no deberían ser conocidos por una niña de su edad.
El problema se agravó
tanto, me dijo la joven, que finalmente decidieron dormir todas juntas en una
sola habitación. Sólo Renata dormía aparte, en su propio cuarto.
Después de las pesadillas,
vinieron los ruidos. Susurros en las esquinas. Cuchicheos burlones a sus
espaldas. La sensación de ser observadas todo el tiempo; de que había alguien
invisible junto a ellas. Cuando me dijo esto supe de inmediato hacia dónde se
dirigía su relato.
"La niña miente, o el embarazo la hizo enloquecer", fue lo primero que me vino a la mente, pero le concedí el beneficio de la duda y sin dejar ver emociones en mi rostro la escuché.
"La niña miente, o el embarazo la hizo enloquecer", fue lo primero que me vino a la mente, pero le concedí el beneficio de la duda y sin dejar ver emociones en mi rostro la escuché.
Según Susana, la comida
comenzó a podrirse de manera inexplicable. Y no sólo las frutas y verduras
recién compradas, sino también la leche, los huevos y las carnes. Las pastas
sabían rancias e incluso una vez abrió una lata de frijoles, sólo para
descubrir que estaban ennegrecidos y llenos de hongos. El olor a podrido se
había vuelto habitual en la casa, pero no venía sólo de la cocina, sino de
varias habitaciones. Y no sólo hedía a comida pasada, a veces también apestaba
a excremento y orines, aunque nadie hubiese usado el baño.
–Una vez –dijo Susana
–desperté en la madrugada, pero no podía moverme, estaba paralizada. Sólo podía
mover los ojos. Hacía mucho frío, un frío imposible incluso para ser otoño. Olía
a muerto. Intensamente. Era como si me hubieran hundido la cara en un perro que
llevaba varios días pudriéndose.
»Entonces me di cuenta, o
mejor dicho, pude sentir, que había alguien de pie en el marco de la puerta. No
podía verlo, pero pude sentir cómo nos miraba a todas. Pensé primero que era un
ladrón y quise moverme, gritar, hacer algo, pero no pude. Estaba paralizada. Luego
me di cuenta que no era ningún ladrón, sino otra cosa. Era una presencia
maligna. Es la única manera en que se me ocurre describirlo.
»Nunca había sentido tanto miedo en mi vida como esa noche. No quería que la cosa esa, sea lo que sea, se diera cuenta de que yo estaba despierta, así que cerré los ojos y fingí que dormía. Entonces, en mi mente, quise rezar un Padre Nuestro, pero olvidé cómo iba. Sólo conseguí recordar el inicio, la primera frase, y nada más. Fue como si algo me impidiera decirlo. No recuerdo cómo fue que volví a dormir, sólo que al día siguiente desperté con muchas náuseas.
»Nunca había sentido tanto miedo en mi vida como esa noche. No quería que la cosa esa, sea lo que sea, se diera cuenta de que yo estaba despierta, así que cerré los ojos y fingí que dormía. Entonces, en mi mente, quise rezar un Padre Nuestro, pero olvidé cómo iba. Sólo conseguí recordar el inicio, la primera frase, y nada más. Fue como si algo me impidiera decirlo. No recuerdo cómo fue que volví a dormir, sólo que al día siguiente desperté con muchas náuseas.
–Bueno ¿y qué dice tu
madre sobre todo eso? –pregunté. Para ese momento ya estaba preocupado, pues
resultaba claro que independientemente de la veracidad de la historia de
Susana, algo malo ocurría en la familia.
–Ya te lo dije, a ella no
le importamos. Hace una semana que no lleva a mis hermanas a la escuela.
Siempre anda de malas, gritándonos por cualquier cosa. La acaban de despedir
hace unos días de su trabajo porque siempre llegaba tarde. Se despierta casi al
mediodía. Ya no cocina, y como todo se echa a perder en el refrigerador, tengo
que ir yo a comprar comida a la calle. Últimamente no consigo siquiera que me
dé dinero y tengo que tomarlo a escondidas. Ahora se la pasa todo el día
encerrada en su cuarto. Hoy salió soló para cobrar su último cheque. Creo que
está enferma... tienes que ayudarnos.
Los ojos de Susana
comenzaron a llenarse de lágrimas, por lo que me acerqué a ella para consolarla;
le pasé un brazo por los hombros y le dije que hablaría con su madre apenas
llegara. Fue en ese momento que Renata entró a la casa. Lo primero que pensé
fue que mi amiga estaba seriamente enferma, pues lucía pálida y demacrada.
Había bajado de peso, claramente, pero no pareciera que fuese fruto de una
dieta y mucho menos de ejercicio, sino consecuencia de un padecimiento. Le
colgaba algo de papada y piel de los brazos; sus ojeras estaban más marcadas
que nunca. Además iba desaliñada, sin maquillaje y con el pelo desordenado,
algo poco común en ella.
Quise saludarla con un
beso en la mejilla, como siempre hago, pero su mano me paró en seco. Sus ojos
centellaban con una furia que jamás había presenciado en ella. Fue entonces que
sucedió una de las escenas más vergonzosas que he sufrido jamás, uno de los
momentos más dolorosos de mi vida que quisiera algún día poder olvidar. Renata
me acusó de querer propasarme con su hija y me dijo cosas horribles. Llegó
incluso a sugerir que seguramente era yo el padre del bebé que la adolescente
esperaba y por eso me había ofrecido a pagar el parto.
Yo sabía que no hablaba en
serio, yo sabía que no lo pensaba; yo sabía que aquella reacción sólo fue para tener excusa
de correrme de su casa. Aun así me lastimó profundamente y no pude evitar
llorar mientras conducía a mi casa.
Dos días después recibí
una llamada telefónica de la casa de mi amiga. Me emocioné un momento,
esperando que se tratase de ella para pedirme disculpas, pero no, fue Susana
quien hablaba. Lloraba a lágrima viva y apenas pude entender lo que decía.
Había perdido al niño, me
dijo. Había sufrido un aborto inexplicable.
–¡Soñé con él! ¡Lo vi! ¡Desperté
llena en sangre! Sé que perdí a mi hijo, porque ya no lo siento.
Después dijo que las cosas
estaban mucho peor, que la casa estaba embrujada. Habló de puertas que se
cierran, ruidos y manos invisibles que la tocaban obscenamente a ella y sus
hermanas. Ni siquiera tuve tiempo de replicar; de pronto el auricular fue
colgado violentamente y supe que fue Renata quien había sorprendido a su hija
con el teléfono. Aquella fue la última vez que escuché la voz de Susana.
Acudí de inmediato a casa
de Renata, pero ésta apenas asomó la cara detrás de la puerta y me advirtió que
llamaría a la policía y me acusaría de acoso sexual a sus hijas si no me
mantenía alejado de su casa. Pude haber hablado a las autoridades yo mismo y
denunciar a Renata por su conducta demencial, inapropiada para las niñas. Pero
no me atreví. En parte, porque tal vez corría el riesgo de resultar afectado
legalmente al final de cuentas, pero principalmente, porque estaba habituado a
que los deseos del amor de mi vida eran órdenes para mí.
***
–En mi sueño, un hombre
guapísimo tocó a mi ventana –me dijo Renata anoche –Era alto, de piel bronce y
ojos verdes como esmeraldas; se notaba a leguas que era extranjero. A pesar de
ser delgado, se miraba fuerte, de músculos bien formados; llevaba un bigote impecablemente
recortado y su pelo, sedoso y cuidado, lo llevaba peinado hacia atrás. Iba
vestido de manera elegante, parecía un príncipe.
–Creo que ya fue
suficiente descripción. ¿Qué más pasó?, ¿qué quería? –dije celoso, pero ella me
ignoró. Continuó hablando, viéndome sin mirarme, con la mirada dirigida a mi
rostro, pero perdida en su recuerdo.
–Lo que más me impactó
fueron sus ojos. No sólo por ser verdes, profundos, exóticos; sino porque hacía
mucho tiempo que nadie me miraba así, con profundo deseo, casi hambre, y a la
vez con cariño, con amor apasionado. Me hizo sentir la mujer más deseada del
mundo. El último en mirarme así fue Ángel. Por eso me acordé de él.
–Me lastimas con esas
palabras. ¿Qué hay de mí? ¿Acaso no te veo yo con amor?
–Me miras con esperanza,
con súplica, con suplicio. Sé que me amas, pero no es lo mismo.
Retiré mi mano de su
cuerpo y bajé la mirada. Con su dedo índice, Renata levantó mi rostro por el
mentón para obligarme a verla de nuevo. Sus juveniles ojos grises, llenos de
chispa, volvieron a deslumbrarme. Me regaló una sonrisa y volvió a colocar mi
mano sobre sus nalgas para que continuara acariciándola.
–Eres mi mejor amigo y te
quiero contar esto –me dijo.
–Te escucho –le dije.
–El hombre me pidió que
abriera la ventana para poder entrar. Yo no lo pensé ni un segundo, sabía que
no corría peligro, sabía que se trataba de un sueño. En ese momento me di
cuenta de que él flotaba; avanzaba por el aire con los pies a unos centímetros
del suelo. Me sentí como Wendy, la de Peter Pan.
»Le pregunté quién era y me
dijo que su nombre no tenía importancia, que lo llamara como yo quisiera. Su voz
era grave, penetrante, muy sexy. Tan exótica como sus ojos. Le dije que me
recordaba a alguien a quien había querido mucho. A Ángel.
»“Que así sea”, me dijo. “Ángel seré para ti”. Le pregunté entonces qué quería de mí y por qué me visitaba en medio de la noche. Me dijo que venía desde el otro lado del mundo sólo para verme. Que yo lo había llamado. Que escuchó mi lamento la noche en que apagué un año más de vida.
»“Que así sea”, me dijo. “Ángel seré para ti”. Le pregunté entonces qué quería de mí y por qué me visitaba en medio de la noche. Me dijo que venía desde el otro lado del mundo sólo para verme. Que yo lo había llamado. Que escuchó mi lamento la noche en que apagué un año más de vida.
»No eres lo que pedí, le
dije. “Pediste una oportunidad”, me respondió.
»Hicimos el amor, obvio. Y de más está decir que nunca en mi vida me habían besado con tanta pasión y ternura a un mismo tiempo; que nunca me habían penetrado de manera tan salvaje y dulce a la vez; que nunca había tenido tantos orgasmos en una sola noche. Y sin embargo, el sexo no fue lo mejor. Lo mejor fue que cada vez que lo hacíamos, yo perdía años y kilos de encima. Cómo lo oyes, con cada orgasmo yo me sentía, y me miraba, más joven. Los espejos que cubren las puertas de mi armario no me dejarán mentir; sobre la cama había una jovencita de 17 años. Era yo otra vez.
»Hicimos el amor, obvio. Y de más está decir que nunca en mi vida me habían besado con tanta pasión y ternura a un mismo tiempo; que nunca me habían penetrado de manera tan salvaje y dulce a la vez; que nunca había tenido tantos orgasmos en una sola noche. Y sin embargo, el sexo no fue lo mejor. Lo mejor fue que cada vez que lo hacíamos, yo perdía años y kilos de encima. Cómo lo oyes, con cada orgasmo yo me sentía, y me miraba, más joven. Los espejos que cubren las puertas de mi armario no me dejarán mentir; sobre la cama había una jovencita de 17 años. Era yo otra vez.
»Sabía que era él la causa
de aquel milagro, que era él quien me contagiaba su juventud y vigor. Pero en
ningún momento olvidé que aquello era un sueño que pronto terminaría. Cuando
finalmente quedó saciada nuestra hambre de placer, permanecí abrazada a él con
fuerza, sintiendo que sus musculosos brazos me protegían del paso inexorable
del tiempo, deseando poder llevarlo conmigo al mundo real cuando despertara.
Finalmente llegó la mañana y con ella la asquerosa realidad. Me sentí como la
Cenicienta. La hermosa doncella se había vuelto calabaza de nuevo. Pero estaba
de buen humor. A pesar de las náuseas, el mareo y la sensación de cansancio, me
sentía contenta. Satisfecha. Plena.
–Aquel día, cuando me
corriste de tu casa, parecías enferma –le dije.
–Sí, y mi condición fue
empeorando con cada visita de mi ángel, pero no me importó. Valía la pena el
trueque; una porción de mi salud, de mi vida, por una noche de juventud y
placer. Los días se volvieron eternos, pues yo ansiaba cada vez más la noche.
Pronto, mi vida entera giró en torno a él. No había nada más.
–Tus hijas te necesitaron–
Cuando dije esto, su mirada se endureció.
–Una noche mi ángel me
dijo que el fin de nuestra relación estaba cerca, que pronto llegaría el día en
que él no estaría más conmigo y yo no volvería a despertar. Le supliqué que no
me abandonara, que me llevara con él.
»Yo no quiero ir a ningún
lado -le dije- quiero estar aquí, contigo. Quiero que este sueño nunca termine.
Quiero ser yo para siempre. “Has probado la verdadera vida” -me respondió. “Muy
pocas personas en este mundo tienen esa dicha y el precio que pagarás, apenas
es el justo. El regalo que me pides es infinitamente más valioso de lo que tu
pobre alma, carente de toda inocencia, puede pagar”.
»Tengo más que ofrecer qué
sólo mi vida, le dije.
***
Cuando desperté esta
mañana, el reloj marcaba casi las once. En efecto, sentí fatiga y náuseas, pero
también regocijo, felicidad, algo que hacía mucho tiempo no disfrutaba. Ni
siquiera me molesté en llamar a la oficina para avisar que no iría a trabajar.
Permanecí un par de horas
en mi cama, evocando las múltiples ocasiones en que hice el amor a Renata. No a
la mujer demacrada y pasada de peso, sino a la auténtica Renata, la pequeña
Venus. Mi Renata. Me masturbé hasta disparar salvas.
Cuando finalmente me
levanté y entré al cuarto de baño, casi me fui de espaldas al ver mi reflejo en
el espejo. El hombre que me devolvía la mirada lucía algunas arrugas, profundas
entradas en la frente y numerosas canas; además estaba pálido y ojeroso. Me
había olvidado por completo de él y es que no se parecía en nada al atlético y
vigoroso muchacho de veinte años que vi anoche en el espejo de mi recamara.
Busqué instintivamente las
marcas en mi cuello. Ahí estaban, dos diminutos orificios en mi yugular.
Parecían dos pinchazos de aguja. Los tenía igualmente en las muñecas,
antebrazos y en la ingle. Incluso tenía un par de ellos en mi pene. Eran las
mismas marcas encontradas en los cuerpos de las niñas. O al menos en los que no
estaban en tan avanzado estado de descomposición.
La noticia aún sigue en
los periódicos y noticieros. Todo comenzó con la denuncia de los vecinos por el
mal olor que provenía de la casa de la mujer con cuatro hijas. Era además foco
de infección por la peste de cucarachas, ratas y otras alimañas. El hallazgo
causó conmoción en la comunidad. De la madre de las víctimas y presunta
asesina, no había rastro alguno. Yo incluso fui tomado por sospechoso y llevado
a declarar, pero al final se dijo que la mujer, loca de atar, había envenenado
a sus hijas y huido, aunque se desconocía cómo o con qué clase de veneno. Nadie
mencionó nunca la ausencia de sangre en las víctimas. El entierro fue hace un
par de días.
¿Sentí miedo cuando vi a
Renata flotando tras mi ventana? Sí, la verdad es que sí. Pero sabía que era un
sueño, así que no dudé en acceder su petición de invitarla a pasar. Además,
sus deseos siempre han sido órdenes para mí. Me halagó, de hecho, que viniera a
mí. Sé que esta noche volverá a visitarme. Espero que lo haga.
Sin embargo, hay algo que
me preocupa; se trata del final de la historia que me contó mi amiga. Su
“ángel”, como ella lo llama, le hizo una advertencia la última noche, momentos
antes de que él cumpliera su parte del trato, luego de saciarse con la preciosa
ofrenda que le hiciera Renata.
–Para alcanzar la vida
eterna debes beber mi sangre y comer mi carne –le dijo el ente. –Para ello,
debes despertar. Debes verme. Cuando lo hagas, ten presente una cosa: la
criatura que estará frente a ti no soy yo. Éste que ves ahora soy yo. Se puede
burlar a la muerte, pero no al tiempo, y la oscuridad tiene… sus efectos.
–Es la cosa más lastimera,
patética y asquerosa que he visto en mi vida –me dijo Renata anoche. –Mediría
poco más de un metro. Una parodia de ser humano. Su piel, delgada, descolorida,
repulsiva, le colgaba en pliegues; parecía un perro con sarna y apestaba a muerto.
Me levanté de la cama y permanecí de pie frente a él. Su cara, mirándome desde
abajo, era la encarnación de la tristeza. Los ojos no eran más que dos puntos
rojos opacos al fondo de sus profundas cuencas; no tenía nariz, sólo el
orificio y su mueca de labios secos parecía congelada en una expresión de
dolor. Fue como ver a un animal en agonía que me suplicaba que lo rematara. Con
su mano de larguísimos dedos que terminaban en garras de rata, me pidió que me
hincara ante él. Así comenzó el ritual.
Quiero creer que este ser,
este “ángel”, ha vivido milenios y a eso debe la profunda deformación de su
forma física. ¿O acaso mi hermosa amiga se ha convertido ya en una horrorosa
criatura? ¿Es esa la apariencia de los inmortales? ¿Tomaré yo esa forma si
realizo el ritual? ¿Realizaré yo el ritual alguna vez?
El sólo hecho de que
Renata me contase su historia me hace suponer que compartirá este regalo
conmigo. Que al final, luego de beberse poco a poco mi sangre y me lleve la
frontera con la muerte, me dará a elegir entre partir o ser como ella. Tal vez
para seguir siendo mejores amigos o tal vez incluso, por qué no, para darme al
fin una oportunidad. Un premio a mis largos años de lealtad.
Hay otra cosa que me
preocupa. El ente, la cosa, el monstruo, Ángel, no pudo tomar por sí mismo a
las niñas, fue necesario que Renata se las obsequiara. Ser madre, por lo visto,
otorga más derechos de los que yo suponía. Entiendo entonces que este ser no
tiene el poder de hacer nada sin el permiso de sus víctimas. Renata tuvo la
moneda de cambio perfecta para comprar su inmortalidad. Me pregunto si mi amiga
me hará este regalo (si es que lo hace) por el simple hecho de nuestra amistad,
de mi lealtad, o si me pedirá algo más. Lo que me preocupa de esta cuestión es
que, pida lo que me pida, no dudaré en dárselo. Como siempre.
Gran drama, Carlo. Me ha sobrecogido la angustia en la vida de Renata y sobretodo la lealtad de este tipo. El final, oscuro y muy vampírico me gustó. Es como una metáfora de la gente tóxica. Esa genete que no aprende o no hace nada para cambiar su situación, que funciona del mismo modo y la repercusión en la gente que lo o la quiere. Muy bueno, me alegro de verte por aquí (por la Comu) y también me llamó la atención el erotismo de los primeros párrafos. Gran estructura :) Un fuerte abrazo
ResponderBorrarGracias, Ana Lía. Me alegra que te haya gustado; tienes razón sobre a gente tóxica. De alguna manera también son vampiros. Saludos!
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