La
tarde era excelente y el Parque Viveros estaba a reventar de gente; el sol
brillaba majestuoso y corría una ligera brisa. Hacía el calor preciso; ese
típico calor del norte de México; ese único en la frontera; ese calor seco que
pertenece exclusivamente a la ciudad de Nuevo Laredo. Ni mucho ni poco, sino el
grado justo; el que te hace sudar un poquito, sólo lo suficiente para humedecerte
la piel y volverte sensible a la fresca caricia del viento. Ese calor perfecto
que hace que la cerveza sepa más sabrosa.
En
el asador, la carne entonaba su canto seductor, ese exquisito gorgoteo de sus
jugos al bullir. A su voz se unía el murmullo de la muchedumbre y la risa de
miles de niños que corrían por doquier reventándose en las cabezas cascarones
de huevo rellenos de confeti. Y por supuesto, no podía faltar en aquella
orquesta el saxofón de Fito Olivares y La Pura Sabrosura; una compilación con
lo mejor de su repertorio manaba de las bocinas de un minicomponente Samsung recién
compradito en la tienda Coppel.
Para
Javier González, el encargado del asador y dueño del equipo de sonido, aquello
era la dicha absoluta y nada más. Sencillamente no había otra manera de
festejar el Día de la Coneja…o el Domingo de Pascua como también le llamaban.
¿Si no era así, entonces cómo? Cada que destapaba una nueva cerveza,
inconscientemente alzaba la lata de Tecate Light al cielo en señal de brindis.
Su
cabello castaño ahora lucía repleto de colores, producto de los incontables
cascarones de confeti que le había quebrado en la cabeza, y también estaba
pintado de blanco, a causa de los maliciosos cascarones con harina, tan típicos
del festejo. La mayoría provenían de sus propios hijos, pero muchos eran obra
de completos extraños. Algunos cabrones ni siquiera se habían molestado en
pintar cascarones, simplemente cargaban una bolsa con harina. La algarabía del
festejo envalentonaba a muchos adolescentes rebeldes a faltar el respeto de tal
forma a completos desconocidos. Muchos adultos reaccionaban con violencia, pero
Javier no, él “aguantaba vara”, como se dice en la región. Para él aquello era
parte de la fiesta; un día en el que todos verdaderamente actuaban como
hermanos.
Había
dormido escasas tres horas aquella noche, pues para asegurarse de contar con un
asador en el Parque Viveros, el más tradicional de la ciudad, tuvo que pasar la
noche ahí en una tienda de campaña que compró en La Pulga; sin embargo el
ambiente de verbena le inyectaba de tal energía que no se sentía cansado, sino
todo lo contrario. De manera incontrolable, sus caderas eran poseídas por el
ritmo del bajo, los timbales y la guacharaca de la banda del eterno Fito con
melodías que tenían décadas de existir, pero que nunca aburrían. Ocasionalmente
Javier daba una pirueta antes de voltear un trozo carne o una pierna de pollo.
A veces se aproximaba a Gloria, su mujer, a quien interrumpía de su labor de
preparar el guacamole y la salsa para tomarla por la cintura (o la parte donde
debía estar su cintura) y sacarla a bailar. Esto hacía reír a sus hijos e
hijas, que eran seis en total, y a sus dos pequeños nietos de tres y cuatro
años.
Todo
era perfecto, excepto por un pequeño detalle:
–¡Es
una pendejada! –farfulló don Toño, el suegro de Javier, un hombre que ya
frisaba los ochenta años de edad. –¡Herejía! Este debe de ser un día santo y no
de pachanga.
–Ya,
papi, no te enojes –decía Gloria con la mirada atenta en picar chile, tomate y
cebolla. –Mira tus nietos, cómo se ríen.
–¡Pero
qué tontería esto de La Coneja! ¡Domingo de Resurrección es lo que celebramos!
¡Mira esos mocosos cabrones aventando huevos con harina, desperdiciando la
comida. Mira esos otros, de plano nomás aventando harina sin cascarones, nomás
haciendo desmadre, aprovechando el día para hacer maldades. Es una fiesta
estúpida para gente estúpida. Las conejas no ponen huevos… y menos de
chocolate.
–Es
la tradición, papá. Ya sabes cómo les gusta a los niños.
–Pero
es que tienes que enseñarles que Jesucristo, Nuestro Señor, murió en la cruz
por nuestros pecados…
–Sí
lo saben… pero también les gusta esto. Ya sabes cómo son los niños.
–Pero
es que deberíamos estar en la Iglesia, escuchando la Palabra. Y no comiendo y
pisteando… eso lo hacen todos los pinches sábados. Siempre es lo mismo; sea
Navidad, Año Nuevo o Día de Muertos, ustedes siempre hacen lo mismo: asar carne,
oír música y tomar cerveza. ¡Y mira ese muchacho! Es apenas un chamaquito y ya
está mamando de la botella. Mira cómo baila, ya anda pedo.
–Es
Martín, papá, el novio de Juany, el papá de mi nietecito. Ya tiene dieciocho
años y puede tomar. Va a ser mi yerno… ¿verdad que sí, Martín?
–¡Sí,
señora! –respondió Martín sin dejar de bailar.
–¿Juanita,
tu hija? –preguntó don Toño –¿Juanita, la nena? ¿Ya tiene un hijo?
–¡Ay,
apá! Ya está esperando el segundo.
–Te
digo, está todo de la chingada. Estamos podridos. Por eso Dios nos ha
abandonado. ¡Míranos! tomando y pachangueando en pleno Domingo de Resurrección,
en lugar de rendir pleitesía al Divino…
Javier
subió un poco el volumen de la música y dio un profundo trago a la cerveza.
Tenía ganas de pedirle al viejo que se callara de una buena vez, pero sólo
sería darle más cuerda. Si entraba en discusión con su suegro, de seguro
terminaría encabronado y no quería agriarse ese día tan maravilloso. Estaba
acostumbrado a ignorarlo, pero a veces se le hacía muy difícil.
El
vejete siempre se quejaba de todo. Claro, como no hace nada en todo el pinche
día, tiene mucho en qué pensar. Cómo no se pone a pensar que es un arrimado;
que Javier se chinga todos los días en la vulcanizadora y Gloria en la maquiladora,
para que a nadie le falte nada en la casa. Hasta el huevón de Martín, que no es
su sangre, vive a su costa sin carencias... pero de perdido él no se queja.
–Se
trata de festejar el comienzo de la primavera, abuelo –dijo Lorenzo, el hijo de
Javier que cursaba el bachillerato. –Es una tradición muy vieja y siempre se ha
celebrado con fiesta. Es una manera de festejar que se ha sobrevivido al
invierno. En la antigüedad era todo un logro, mucha gente moría en los
inviernos...
–¿Qué
dices, chamaco? –preguntó el anciano.
–No
le haga caso, apá –intervino Gloria. –Ya ve cómo es su nieto, se la pasa
leyendo tonterías en el internet para hacerse el sabiondo. Mejor échese a
dormir un rato, ándele, en lo que está lista la carnita.
–Hoy
se recuerda el día en que Jesús volvió de entre los muertos, muchacho –dijo don
Toño –Nada tiene que ver eso con conejas, ni con huevos rellenos de papelitos
de colores… esas son pendejadas.
–Pero
sí tiene que ver, abuelo. –explicó Lorenzo– Los huevos representan la
resurrección y también el fin de la abstinencia de comer productos de animal…
–¡Ay,
niño! Yo tengo mucho más tiempo que tú en este mundo. No digas tarugadas. Hoy
es Domingo de Resurrección y sanseacabó. Deberíamos estar en la iglesia y dar
gracias a Dios por lo que tenemos. Deberíamos ayunar, pero mira, aquí estamos,
listos para comer carne… ¡comer carne en plena Cuaresma! Y el ingrato de tu
papá, míralo, tragando y emborrachándose como siempre. El muy infiel así le da
gracias al Señor por todo lo que le da...
–¡Ay,
Lorenzo, ya cállate, hombre! –estalló Gloria– ¿Pa’qué le das cuerda a tu
abuelo? ¡Chingado!
Javier
estrujó la lata vacía de cerveza y la arrojó al bote de la basura. Aquello
último que dijo el vejete le molestó profundamente. ¿Cómo se atrevía a llamarlo
ingrato? ¡El burro hablando de orejas! ¿Cómo osaba calificarlo de infiel? No
había un sólo día que Javier no diera gracias a Dios, o a Jesús, o a la
virgencita, o a San Juditas, o a quien sea según sea el caso, por todo lo que
tenía: por su trabajo, por la salud de sus hijos, la suya y la de su mujer; por
tener un techo donde vivir, por tener comida en la mesa, por cada cerveza que
destapaba. El banquete que ahora mismo preparaba en el asador, que aunque es
más pollo que carne porque es lo que alcanza, representa la bondad y la gracia
de Dios para con ellos y pensaba dar gracias por cada bocado y cada trago. ¿Qué
sabe el viejo ese de gratitud? Hace falta trabajar duro para ganarse el derecho
a disfrutar de ese gratificante sentimiento llamado gratitud y de eso el viejo
no sabe nada.
Su
suegro heredó de su padre una panadería, pero el viejo siempre estuvo detrás de
un escritorio dando órdenes, nunca tocó un bulto de masa o siquiera prendió un
horno. Sólo se dedicó a administrar y ni eso hizo bien, porque al final el
negocio quebró. “La gente ya no compra el pan como antes”, se justificó una vez
el cínico vetusto. Como si Javier fuera pendejo y no supiera que el pan, como los
ataúdes, nunca se deja de vender. ¿Cómo se atrevía ese anciano inútil a poner
en duda su gratitud, su devoción, su fe? Javier miró hacia el cielo y en voz
muy bajita pronunció siete palabras: perdónalo, señor, no sabe lo que hace.
Destapó
otra cerveza y anunció que la comida estaba lista. Fueron necesarios casi
quince minutos hacer que los niños dejaran de corretearse entre ellos y tomaran
asiento en la gran mesa de metal propiedad del parque municipal. Gloria llamó
la atención del pequeño de seis años que llegó comiendo tostadas con chile y un
raspado de los llamados “diablitos”, que no es más que chile y limón con hielo.
Sólo Dios sabe de dónde sacó dinero el infante para comprar aquellas golosinas.
–¡Güerco,
cabrón! ¡Te van a salir lombrices en la panza por comer ese mugrero! –gritó
Gloria al tiempo que sentaba al niño en la mesa. Después se dispuso a servir
primero a su padre, pues éste no paraba de refunfuñar y tenía esperanza de que
se callara mientras comía –A ver, apá ¿qué le pongo, pollo o brisket?
–¿No
hay mollejita? –preguntó don Toño.
–No,
apá, puro pollo y brisket.
–¡Qué
la chingada!… ¡Ah, pero cerveza no falta, verdad! Esa nunca falta… Brisket,
mi’ja, por favor.
Javier
decidió comer de pie en lugar de sentarse a la mesa. Apagó de golpe la música;
su estado de ánimo finalmente comenzó a decaer ante la insistente perorata de
su suegro. Estuvo a punto de abrir otra cerveza, pero se dio cuenta que ya
estaba un poco borracho y decidió tomar agua. Si seguía bebiendo, de seguro
acabaría de pleito con su suegro y eso arruinaría la tarde a todos. Ni hablar.
–Mi’ja
–dijo don Toño– ponme tantito pico de gallo y salsita, por favor.
–No,
apá. Acuérdese de la ulcera. ¿Tortilla de harina o de maíz?
–Nomás
tantito, hombre. Estas igual que el doctor de exagerada, ya pareces mi mamá.
–¡Apá!
–Te
estoy diciendo que me pongas salsa y pico de gallo, chingada madre, soy tu
padre. Pos si es mi vida, carajo, déjame que me la acabe como yo quiera.
“Pos
sí, cabrón, pero el que va a apagar los doctores soy yo”, pensó Javier. No era
la primera vez que meditaba sobre ello. “Ay, Diosito, llévatelo de un tirón;
sin sufrir si quieres, pero de un sólo tirón. No me lo enfermes, no me le
alargues su agonía, o el vejete nos va a dejar amolados antes de irse”. Aquel
era un pensamiento cada vez más recurrente. No es que le deseara la muerte, en
lo absoluto; lo que le mortificaba es que el anciano tuviera un largo y costoso
padecimiento, pero a veces, sólo a veces, (como en aquel momento, por ejemplo)
tal vez sí le gustaría que aquello ocurriera pronto.
–¡¿Papá?!
–preguntó Gloria y por su tono Javier supo de inmediato que algo estaba mal.
Con
las manos en su arrugado pescuezo, don Toño se convulsionaba en la silla.
Ocasionalmente señalaba con un artrítico dedo hacia su cuello. Javier entendió al
instante lo que ocurría y como flecha se puso en pie tirando al suelo su plato
de comida.
–¡Dale
agua, dale agua! –gritó Gloria con desesperación.
Ante
la mirada atónica de su prole, Javier comenzó a dar salvajes palmadas en la
espalda de su padre político. Al no ver resultado, puso a prueba el consejo de
su esposa y trataron de darle agua, pero el anciano tiró el vaso de un
manotazo. Sus ojos desorbitados jamás desaparecerían de la mente de su hija,
sus nietos y bisnietos.
–¡Lorenzo,
córrele y busca un guardia… alguien que nos ayude! –dijo Javier a su hijo.
–¡Hay
que aplicarle la técnica Heimlich, papá!
–¿La
qué?...¿ahora también eres doctor, cabrón?… No sea mamón, mi’jo, y vaya a
buscar quién nos ayude, ándele, que urge.
Javier
prosiguió con las palmadas en la espalda, aunque sin éxito; Gloria casi perdió un
dedo al tratar de extraer el pedazo de carne que obstruía el gaznate de su
padre. Para cuando Javier llegó con un policía, quien por cierto tampoco tenía
idea de qué hacer en esos casos, don Toño yacía muerto en el verde pasto del
área de asadores del Parque Viveros. Su hija lloraba a lágrima viva, mientras
su marido la tomaba consoladoramente por los hombros. La ambulancia tardó otra
hora en llegar.
La
tragedia ocurrió un 5 de abril, pero la familia decidió conmemorar el
fallecimiento de don Toño el Domingo de Resurrección, independientemente de la
fecha. Es por eso que al año siguiente se dieron cita en el Panteón Viejo de
Nuevo Laredo, para ahí pasar un rato de convivencia familiar en torno a la
tumba del abuelo, como si se tratara de un segundo Día de los Muertos; incluso
le llevaron mariachi, flores y un plato con tacos de molleja. Después dijeron
una oración y guardaron un respetuoso
minuto de silencio.
Acabada
la ceremonia, colocaron a un lado del sepulcro la mesa con los enseres de
cocina y los niños comenzaron a corretearse entre ellos reventándose cascarones
con confeti en las cabezas. Javier dispuso sobre la lápida su minicomponente
con las mejores canciones del eterno Fito Olivares e instaló un asador portátil
recién compradito en la tienda Coppel.
Mientras
el fuego cobraba fuerza y transformaba el carbón en brasas, Javier destapó la
primera cerveza del día. Esta vez, no era Tecate Light, sino Budweiser, cerveza
gringa comprada en el HEB de Laredo, Texas, al otro lado del río Bravo. Las
cosas iban muy bien para la familia González y estaban dispuestos a celebrar
como nunca el Día de la Coneja.
Un relato muy divertido, Carlo. Una narración impecable y fluida como siempre. Muy bien llevado el ritmo.
ResponderBorrarAbrazo.
Me gustó. Sobre todo los detalles noelaredenses. Se lo enviaré a Tom Hanks..
ResponderBorrarYo creo que a cualquiera que lo lea, le va a gustar no importa quien. Seria bueno que alguien lo animara con mas imagenes y audios (doblajes, sonidos y atmosphere, Salud
ResponderBorrarComo siempre un gusto leer tus cuentos, mi buen amigo. Impregnaste perfectamente todo el sabor neolaredense.
ResponderBorrar