La
grotesca mano de mi verdugo gira la manivela y mi cuerpo colgante desciende un
poco más; ahora el hirviente aceite envuelve mis pies y no puedo contener los
gritos de dolor. El hijo de puta ríe a carcajadas; su monstruosa cara, a
escasos centímetros de la mía, me salpica con su corrosiva saliva y llena mis
pulmones con el infernal tufo de sus fauces, que por sí mismo es castigo
suficiente.
Como
siempre, es en este momento que toda mi vida, todos mis errores, todos mis
pecados, desfilan ante a mis ojos, recordándome quién soy y lo que hago aquí. Mi
verdugo se encarga de recitarme los momentos más infames de mi banal
existencia.